Corría 1980 y el futuro se presentaba como un enigma para esos niños de ocho años que éramos. Veinte años parecían una eternidad. Un salto interminable en el tiempo. Desde esa mirada ingenua nos animábamos a imaginar que en 2000, esa barrera que entonces parecía un trampolín al más allá, ya íbamos a andar en autos voladores, como en esos dibujitos de la tele, la familia Sónico.
En cohetes iríamos de nuestra casa al trabajo y del trabajo a nuestra casa. Saldríamos de paseo a la montaña los domingos y obviamente los sábados a la noche con nuestra imaginada novia. Eso era el futuro y la tele era la que nos lo mostraba.
Nunca obviamente nos pudimos imaginar que ese salto tecnológico llegaría a través de algo que se llama Internet, las computadoras integradas a cada paso de nuestras vidas y menos aún los celulares desde los que hacemos todo.
La tele no hablaba aún de eso. A lo sumo, podíamos soñar con un teléfono en el auto. Como Dan Tanna, el de Las Vegas, o Magnum, dos detectives icónicos de la TV de esos años.
El paso del tiempo nos hizo ver que veinte años no es nada y que el futuro sorprende en serio por donde uno menos lo espera. Hoy los autos siguen andando sobre ruedas, con motores más chicos pero a la vez más potentes; cajas con más velocidades y, sobre todo, mucha tecnología. Pero no vuelan. Ni nada indica que lo hagan a la brevedad. Sí podrán manejarse solos. Pero eso ya nos lo contaron en
“El auto fantástico”, que acá empezamos a ver en 1984.
La política se parece mucho a la televisión en eso. Nos cuenta cosas que no van a pasar y nunca nos dice lo que realmente vendrá.
Porque así como los Sónicos me hicieron creer que ahora tendría guardado en mi casa un auto que vuela, los gobernadores, legisladores, intendentes y concejales que hemos tenido los mendocinos desde aquellos ya lejanos ‘80 me hicieron ilusionar con que hoy tendríamos una provincia que evidentemente no tenemos.
Hospitales con tecnología de última generación y obviamente sin esperas en las guardias, tal vez, incluso, con algo así como un seguro universal. Escuelas públicas equipadas como en Finlandia, donde los chicos podrían prepararse para salir al mundo y no morir en el intento, sin necesidad de recurrir a la educación privada. Un sistema de transporte “multimodal” que combinaría trenes, colectivos, servicios diferenciales y hasta un telesférico.
Siguiendo las palabras de los dirigentes que supimos conseguir, deberíamos tener al menos dos grandes diques más y las casas no tendrían que ser un problema para miles de mendocinos. Como así tampoco la pobreza sería una realidad extremadamente personal cada día para un tercio de nosotros.
Si fuera por esas promesas, la inseguridad, ay la inseguridad, habría desaparecido de la lista de preocupaciones hace rato; si al fin de cuentas los delitos iban a bajar a un ritmo del 30 por ciento cada seis meses (y eso lo escuchamos allá por 2007).
Si los políticos hubieran cumplido al menos un cuarto de lo que prometieron, hoy Mendoza sería otra, mucho más cercana a la que deseamos. Es cierto, no sólo es culpa de ellos. También es culpa de los empresarios, siempre mezquinos y cortoplacistas. Y de nosotros mismos, cada uno de los mendocinos, que tal vez no hicimos todo lo que debíamos hacer.