El día que lloró Dios

La tecnología y la soledad son ley en esta Mendoza del futuro que imagina el escritor (y colaborador de Los Andes), Juan Edgardo Martín. Un mundo regido, al extremo, por los dispositivos electrónicos. Hasta que, de repente, todos ellos dejan de funcionar.

El día que lloró Dios
El día que lloró Dios

Un día había llegado la ceniza, esa nieve gris y templada que impedía los viajes. Inopinadamente, comenzaba, cesaba y volvía a comenzar. Los aviones se fueron transformando en piezas inútiles, en curiosidades de museo. El cielo había dejado de ser un lugar de tránsito. Las montañas del sur se rebelaban, y vomitaban su furia hacia las grandes ciudades.

Si bien los amigos que vivían lejos, en otros países, los familiares del otro lado del mar, o de lugares lejanos a los cuales no se podía ir por tierra quedaron aislados; aún se los podía ver a través de una pantalla, o escuchar a través de un auricular.

Afortunadamente estaban la televisión, y el teléfono, y la computadora, e Internet…

Luego de desayunar, maquinalmente, como todas las mañanas lo hacía, José encendió el televisor, y se encaminó hacia la computadora. La imagen de plasma le devolvió escenas lejanas.
De afuera.

Una periodista hablaba con algo de afectación.

"En el día de ayer, en el salón cerrado del ayuntamiento de El Paso, en Santa Cruz de Tenerife, Islas Canarias, se ha llevado a cabo el Simposio Anual  de los miembros del Colegio Real de Médicos Cirujanos-Aborteros, bajo el lema de "Libertad  y Seguridad sin Culpas", los integrantes han adoptado las normas a seguir para el año entrante. En las calles, frente al lugar donde se realizaba el cónclave, una turba de fanáticos que portaba pancartas que rezaban "Basta de muertes inocentes", y "Dejad de matar niños", entre otras; y hostilizaba a los miembros de la agrupación,  a debido ser disuelta por la Guardia Civil. Desde Las Islas Canarias, les habló María Pilar del Castro, Televisión de la Confederación de Repúblicas Españolas…"

Cambió de canal, el tema lo aburría. Miró por el ventanal del piso cuarenta y siete y vio la ciudad gris, cubierta de cenizas. No se distinguían automóviles, ni hombres allá abajo, solo la tonalidad clara sobre los techos de las construcciones.

Pensó que debía hacer las compras en el supermercado. Se sentó frente a su computadora e ingresó entonces en www.@generalstore.com, pulsó el botón izquierdo del ratón donde decía "mercadería", luego marcó los productos que deseaba adquirir, cargó a continuación el número de su tarjeta de crédito, pulsó donde decía "comprar" e inmediatamente apareció una nota resaltada en la pantalla que decía: "Compra efectuada, antes de dos horas la mercadería estará en su hogar, gracias por comprar en General Store".

Luego, mientras tomaba su taza de café, ingresó en su trabajo a través del sitio correspondiente en Internet, y se dispuso a cumplir con sus obligaciones.

La televisión lo acompañó el resto de la mañana, mientras trabajaba.

"Se ha cerrado la venta de boletos de realidad virtual para poder disfrutar del partido de mañana por la tarde en el Domo de los Deportes. La selección alemana de fútbol entrena en estos momentos en el Estadio Monumental, al cual se le ha reacondicionado para la ocasión el techo corredizo…"

José  maldijo su mala memoria, había olvidado ingresar en el sitio correspondiente en Internet para comprar sus entradas, ahora los anteojos de realidad virtual no estarían habilitados, y debería conformarse con observar el partido a través de su aparato de televisión, simplemente en alta definición. Recordaba que hasta hace unos años había habido deportes al aire libre, pero luego, por razones de seguridad los habían ido circunscribiendo a lugares cerrados. Le parecían lejanos los días de su niñez, cuando con su padre todavía podían ver fútbol en las viejas canchas a cielo abierto. Incluso recordaba de pequeño haber jugado de arquero en la escuela primaria.

Hacía rato que trabajaba cuando sonó el timbre del portero eléctrico.

"Señor el carrito con su pedido está disponible"

-Gracias- contestó simplemente José.

Con su tarjeta magnética abrió la puerta del edificio, luego esperó unos momentos, y al sentir el ruido ya conocido del motor eléctrico, abrió la puerta del departamento, y un artefacto parecido a los antiguos carros de supermercado, pero el cual había sido acondicionado para cumplir sus funciones a través de la robótica,  avanzó por el pasillo y se detuvo frente a su puerta. José descargó su compra, y optó por dejar los barbijos descartables de obsequio con el logo de la empresa que los supermercados entregaban a los clientes con las compras (era una de las normas obligatorias). Él ya tenía guardado un montón.

Le sobraban, es que ya casi no salía.

Cerró la puerta del departamento, accionó la alarma de seguridad con la tarjeta magnética, y se dispuso a continuar con su trabajo.

Al mediodía decidió comer simplemente frutas y un caldo de verduras. En el último chequeo el doctor Pereda había detectado con el escáner que su nivel de colesterol estaba un poco alto. Se trataba de un examen que había ido posponiendo desde hacía tiempo, pues suponía los resultados, pero un día decidió sacar un turno, y llegado el momento se sentó frente a la pantalla de su computadora. El médico, desde la distancia escaneó su cuerpo, y luego del examen le había dicho claramente que procurara comer más frutas y verduras. De tal manera, descongeló uvas, naranjas y duraznos, y se dispuso a comerlas.

Mientras almorzaba pensó en sus amigos. Esa noche tenían la partida semanal de scrabel. Ojalá pudiese derrotar a Calígula, la verdad era que se trataba de un tipo con un amplio grado de cultura general, en la última partida había sorprendido a todos armando la palabra gualicho, nadie sabía que significaba, era evidentemente, muy antigua. Luego Wikipedia los había sacado de la ignorancia "nombre que los indios tehuelches daban al espíritu del mal/ hechizo/ objeto que reproduce un hechizo".

Se preguntó quien sería Calígula, tal vez fuese una mujer ¿Y quienes serían los demás? Todos utilizaban nombres extraños "Ñuñorco", "Poseidón" (él pensaba que tal vez fuese de Mar del Plata, pero a veces lo desconcertaba, podría ser, quizá de algún país caribeño, por las palabras que a veces armaba). También estaba el extravagante "General González", y la siempre irónica "Helena de Troya" (él la imaginaba hermosa, pero en realidad era una mujer extremadamente obesa que jugaba desde su cama, de la cual no podía incorporarse).

¿Quiénes eran todos ellos? vaya uno a saber, jamás los había visto personalmente, ni a través de la pantalla, pues una de las normas del "salón" era que no se podía jugar con cámara web.
Sin embargo, eran los amigos de José, hacía varios años que todos los jueves por la noche jugaban su partida.

Luego, mientras comía las uvas recordó a sus antiguos compañeros del colegio secundario. Con el tiempo, había perdido el contacto con ellos, sobretodo al dejar de salir. Los últimos dos años los habían cursado desde el domicilio, a través de Internet. Luego se había enterado que algunos habían desaparecido.

"Tal vez sean indigentes que andan por la ciudad" pensó. Mucha gente que se reputaba desaparecida, pues no poseían trabajos regulares, ni estaban registrados en obra social alguna, eran indigentes que debían salir para poder ganarse la vida, expuestos a la violencia, a la impunidad, a los virus, a la radiación.

Los médicos afirmaban que salir era como pagarse un cáncer a corto plazo. No poseían los medios para resguardarse en sus hogares, no tenían Internet, ni computadora, algunos ni siquiera tenían televisores.  José recordaba haberse sobresaltado una vez al ver un viejo conocido a través de un noticiero de la noche, durmiendo en las escalinatas del antiguo edificio abandonado, al cual la gente conservaba la antigua costumbre de llamarlo "El Pasaje San Martín".

Afortunadamente, José poseía su departamento, su tarjeta magnética de seguridad que impedía de manera absoluta el paso a cualquiera que no fuese él; su computadora, su teléfono, y su televisor de cincuenta pulgadas de plasma.

También tenía amigos, si bien conocía personalmente sólo a unos pocos, con todos chateaba cada vez que quería.

Y si sentía la necesidad de una mujer, la pedía del catálogo, la pagaba, ella llegaba, pasaban la noche juntos, o el tiempo que él deseara, y luego seguía su vida segura y tranquila.

Las de la empresa "Puente alto" eran, sin dudas, las mejores; hermosas…y perfectamente sanas; llegaban a prestar sus servicios con las constancias del escaneo reciente. Últimamente conseguían chicas muy parecidas a mujeres famosas, les retocaban la apariencia con una cirugía rápida y eso fomentaba la fantasía de algunos clientes. Era una idea brillante y sumamente original. José había hecho el amor la semana pasada con aquel símbolo sexual del pasado: Isabel Sarli.

José creía ser feliz, lo cual sin dudas es equivalente a ser feliz…

Un atardecer ocurrió el desastre. El temblor comenzó de a poco, José ni siquiera se percató, pues el edificio, como todos los edificios de la ciudad de Mendoza estaba construido sobre pilares de "Viclio" la aleación que aminoraba las vibraciones.

En realidad tembló dieciséis veces en cuatro horas, pero como el edificio estaba bien construido, José en su piso cuarenta y siete no lo advirtió. El terremoto era de una intensidad extrema, que acabó por dañar seriamente las fuentes de alimentación de energía. A su vez, Los paneles solares, con las nubes de ceniza hacía ya un tiempo se habían vuelto inservibles.

Lo que sí advirtió José fue que súbitamente cesó el suministro de energía.
Podríamos decir, ahorrando palabras, que la vivienda de José se apagó.

Se apagaron las luces, la computadora, el televisor, la música funcional del edificio, el sistema de calefacción y aire acondicionado; todos y cada uno de los aparatos que existían en el departamento dejaron de funcionar. Incluso el teléfono.

Tuvo tiempo José para ver desde su ventana cómo allá abajo la gente corría despavorida, entre nubes de polvo y ceniza; y se desmoronaba el viejo edificio que él recordaba con ascensores parecidos a jaulas de metal y hermosos vitrales.

Luego del segundo día pensó en salir, en bajar a la intemperie.

Cuando intentó hacerlo, comprobó horrorizado que al cesar la energía eléctrica, la tarjeta magnética jamás abriría la puerta de su departamento…

En ese instante comprendió y desesperado se echó a llorar…

Entonces apareció la lluvia. Tenía un tono rojizo, como de hierro oxidado.
No llovía agua. Los entendidos la llamaban "lluvia ácida".

Es que había demasiadas chimeneas, demasiados automóviles, demasiada lata, demasiado metal, demasiado humo. La ciudad era demasiado grande…

Allá abajo, en la calle, un niño dijo a su madre: "Esta lluvia parece sangre. Dios está sangrando en el cielo ¿a Dios le duele cuando sangra mamá? ¿Dios también llora mamá?

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