Entre páginas de la legendaria revista porteña “Caras y Caretas” -que vio la luz desde 1899 hasta 1938-, encontramos la particular historia de Doña Juana Mana de Latorre, una humilde mujer que trascendió a la prensa por su avanzada edad. Leemos en dicha publicación que “cuenta 109 años (...) y, no obstante, concurre aún a la iglesia de su devoción todas las mañanas, y realiza sus quehaceres domésticos sin mayor fatiga”.
Su historia resulta fascinante a ojos de este siglo “fue esclava de la familia del señor Ambrosio Albeira -señalan-, de Montevideo, hasta 1810, época en que pagó por su libertad, a su antiguo amo, la suma de trescientos pesos, y cincuenta por la de su hijo Juan Bautista, de dos años de edad. Esto consta en el acta de liberación que hemos tenido en nuestras manos, firmada ante el juez doctor Diego García”.
Luego de comprar su libertad -algo que sólo solía suceder si la bondad del amo era grande-, Juana contrajo nupcias y se trasladó a Argentina, precisamente al Buenos Aires pos Revolución de Mayo. Tuvo desde entonces ocho hijos, doce nietos y diecisiete biznietos, a los que sobrevivió en su mayoría. “Encontrándose hoy casi desamparada, viéndose en la necesidad de admitir el socorro de algunas familias caritativas, en cuyas casas sirvió en épocas más felices”, sigue la crónica.
Por suerte no estaba sola, convivía con una hija viuda de 65 años, quién lograba ganar algo de dinero trabajando como costurera. “Por más que todos sus hijos varones han muerto como buenos en las filas del ejército nacional -explican-, la anciana centenaria no ha podido conseguir una humilde pensión que la proteja del hambre, cuando ha sentido flaquear sus fuerzas para el trabajo. Las familias de Rocha, Montes de Oca y Argerich la auxilian frecuentemente y conservan por ella una cariñosa gratitud, sentimiento que se transmite de generación en generación. Son hoy muchos los viejos que de niños jugaron en sus rodillas y crecieron al halago de sus cuidados. Todos ellos siguen conservando por Mama Juana el amor de lejanos tiempos, que la buena vieja paga con creces a sus siempre niños y amiguitos, que para ella no envejecen”.
Con los años y el surgimiento de los sistemas jubilatorios, los adultos mayores de este país comenzaron a contar con cierto respaldo. Sin embargo, la aventura de ser argentino, que implica constantes cambios y reiteradas crisis económicas, los coloca en situaciones verdaderamente alarmantes.
Hoy, nuestros viejos después de darnos su juventud obtienen compensaciones económicas inhumanamente magras. Aún, como a finales del siglo XIX, necesitan de sus parientes o amistades para llegar a fin de mes.
Generación tras generación la mecánica se repite.
Parafraseando a Serrat parece que no entendiésemos que todos llevamos a un viejo encima.