Lisboa, la melancólica

Entre el Tajo y del Atlántico, la capital cobija un perfil poético, repleto de nostalgias, fados y cantos al mar.

Lisboa, la melancólica
Lisboa, la melancólica

“Que outra cidade levantada sobre o mar, a beira rio, acabou por se elevar… entre dois braços de agua: um de sal, outro de nada.  Água doce, água salgada… águas que abraçam Lisboa”, canta Teresa Salgueiro. La ex Madredeus  remueve sentimientos tristes para darle voz a “Moro em Lisboa” (Vivo en Lisboa), tema que en reminiscencias de fado y caricias incorpóreas, explicita el vínculo de la capital portuguesa con el vecino Río Tajo y su desembocadura en el Atlántico. El océano, en fin, universo de perpetuidad y navegantes con los que el país forja emblemas.

Pero no radica allí el ensamble elemental entre esta bellísima canción y esta bellísima ciudad. El nexo más puro está en la melancolía, en la alada melancolía que Lisboa despliega a lo largo y ancho de sus dominios, y que refugiada en senderos de edificios pombalinos, clasicismo en movimiento popular y el carácter de los barrios de las colinas, corporiza una de las joyas mejor dispuestas y menos explotadas de Europa. El resto lo hace la brisa que el agua predica. “Essa brisa que nos faz promessas de viagem. Brisa fresca que reclama, nas nossas almas ausentes”, al decir de la cantora.

Raigambre antigua

Llaman la atención los negocios, de raigambre antigua, en particular las peluquerías y su mobiliario de mediados del siglo XX, vidrios en marco de madera y prosa. Al intento de foto, el dueño se tapa la cara con el diario, y después abre la puerta y saca a relucir insultos y maldiciones, muy poco acordes con el trinar de la campanita. La anécdota deja lugar a dos conclusiones: que el patrimonio de la urbe, incluso en los detalles, es querendón, de añoranzas, diferente al del resto de las grandes metrópolis continentales. Y que los paisanos (en general no se caracterizan por ser un vergel de alegrías), comparten con el cuadro algunas manías rústicas.

Respecto al semblante “viejas épocas”, el centro brinda cantidad de pistas. Un compendio de citas con el pasado y la elegancia, aunque sin el lujo o la vara alta de una París, una Londres o una Viena. Sería más bien mixtura de versos pomposos con sencillez, la de una nación que no es del primer mundo, pero lejos está del tercero. Ya se dijo: Lisboa es distinta pues.

Para ejemplos, el sector conocido como Baixa (el verdadero corazón local), donde destacan los mosaicos negros y blancos, el cielo abierto y el ambiente quedo de la preciosa Praca (plaza) do Rossio, con sus primos Teatro Nacional Dona María II y la Estacao Ferroviaria do Rossio.

Esta última es una referente del manuelino, estilo que combina artes del gótico y del mudéjar. Impuesto por el Rey Manuel en el medioevo, pone al descubierto la herencia de los musulmanes (quienes gobernaron Portugal entre los siglos VIII y XII). La Rua Augusta, peatonal repleta de alhajas del siglo XVIII y pasos no tan apurados (igual que las arterias lindantes), conecta Rossio con los saludos al Tajo y la más majestuosa, ancha y taciturna Praca do Comercio.

Cerquita, el Elevador de Santa Justa sube visitantes hasta el pintoresco Barrio Alto. Arriba o abajo, los vendedores ambulantes insisten con el plan tiempos idos, y tuestan castañas en la humareda.

Casi todo el tesoro descrito fue levantado en la época del Marqués de Pombal (de ahí que al área se la denomine “Baixa Pombalina”), luego del bestial terremoto que rebanó a Lisboa en 1755. Recuerdo del sacudón son las ruinas del Convento do Carmo (fines del siglo XIV), y más muestras del despertar de Portugal, el Teatro Nacional de Sao Carlos, el Palacio de Sao Bento (sede del Parlamento Nacional), el Aqueducto Das Águas Livres y la Basílica da Estrella. Muy de la modernidad se definen los edificios que circundan la Avenida da Liberdade, las futuristas construcciones situadas en el alejado Parque Das Nacoes (sede dela Expo Mundial de 1998) y los puentes Vasco da Gama (el más largo del continente: 17 kilómetros) y 25 de Abril.

La Alfama, lo mejor

Se va la tarde, y el viajero enamorado todavía no conoció lo mejor de Lisboa. Entonces salta encima del tranvía, convoy  de interior en madera e ícono local, y encumbra el espíritu hasta La Alfama. El barrio, obrero e inmigrante, encanta de sabia lusitana y evocaciones en mudéjar, y acomoda el plano en los vericuetos de la colina de Sao Jorge. Inmuebles de tres, cuatro, cinco pisos y piel desgastada, callecitas empedradas y en desnivel, faroleras y escalinatas por las que ruedan naranjas (las que caen desde árboles instalados en las plazuelas de descanso), forman parte de la postal.

También los viejos en musculosa que se asoman por el balcón con la oreja pegada a la radio, los niños correteando y las señoras llamando a la cena en ruleros, como si esto no fuera Europa (¿lo es acaso?).  De postre, vienen reliquias de la talla del Castelo de Sao Jorge (de colosal estructura, sus orígenes son musulmanes y se remontan al siglo XI), el Panteón Nacional, las muchas iglesias (entre ellas la Catedral), la Casa dos Bicos y los miradores con vista privilegiada al centro y al Tajo.

Esas pulsiones, las del río, son las que hay que perseguir para llegar a la zona de Belém, y a la inminencia del Atlántico. Se palpa la mística de de los grandes navegantes portugueses, homenajeados una y mil veces en el Monumento a los Descubrimientos y el Museo de la Marina; y por asociación directa en la Torre de Belém y en el impactante Monasterio de los Jerónimos. Aquí, el mar rememora instantes de gloria, de nuevo con algo de fado, con algo de congoja.

De colonias y feijoada

En el medio del deambular, los comedores de bajo coste responden al hambre con un suculento guiso de porotos, chorizo y distintos cortes de vaca y cerdo: la popular feijoada. Un plato muy parecido al locro creado por los primeros esclavos africanos llegados a Brasil, y que en el occidente de la península ibérica suele protagonizar el menú del día, acompañado de un corpulento tinto.

Ya sea en la barra o en mesas que se amontonan, los comensales mezclan orígenes y clases sociales. Están los nativos (los de traje y corbata, las damas con bolsas de supermercado y los famélicos de bolsillo), y los inmigrantes provenientes en su mayoría de ex colonias portuguesas, como Angola, Mozambique, Cabo Verde o el mismo Brasil. El grueso de ellos le escapa al malvivir en sus países y entran a las ofrendas del viejo continente por Lisboa.

Son los que contemplan el panorama y al darse cuenta de las distancias económicas que marcan naciones cercanas (Francia, Alemania, Suiza e incluso España, por sólo nombrar algunas), tantean opciones. Tras la deliberación, muchos se deciden a sacrificar la comodidad de hablar su lengua vernácula, para embarcarse en rumbos más prometedores.

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