Por Luis Alberto Romero - Historiador - luisalbertoromero.com.ar - Especial para Los Andes
Uno de los doce trabajos que hicieron famoso a Hércules consistió en limpiar, en un solo día, los establos del rey Augías, donde nunca se había sacado el estiércol. Una tarea bastante parecida espera al presidente Macri con nuestro Estado, tan hediondo como aquellos establos. Como ocurrió en 1983 con el "show del horror", cada día conocemos un nuevo caso de su íntima putrefacción.
La triple fuga mostró la ineficacia y corrupción de las fuerzas de seguridad e inteligencia. Lo mismo ocurre, con menos dramatismo, en cualquier oficina del Estado, ya sea el Sedronar, la Aduana o la Inspección General de Justicia. No hay gobernador que no haya encontrado la caja provincial sin fondos e inmensas deudas no contabilizadas. Las oficinas públicas están tan desmanteladas como rebosantes de empleados, sin tareas ni lugar para sentarse. Las recientes condenas por el accidente de Once recuerdan la mortífera combinación de funcionarios corruptos, empresarios amigos y subsidios. Milagro Sala muestra la formación un mini Estado privado, manejado con autocracia señorial. El aniversario de Nisman nos recuerda otros aspectos, igualmente mortíferos, de esta descomposición estatal.
Los argentinos tenemos un Estado destrozado e inutilizado por gobiernos que así acumularon poder discrecional. Cada uno de sus aspectos fue ampliamente discutido; la crisis de institucionalidad y del Estado, la corrupción, la ineficacia de la administración pública, la desjerarquización de su personal y el deterioro de su ética. También se discutió cómo fragmentos de ese Estado -como la AFIP o la SIDE- eran usados para construir una discrecionalidad en el límite de la democracia. Poco Estado y mucho gobierno es una fórmula que muchos usamos para caracterizar globalmente esta situación.
Hoy la reflexión sobre este tema se centra en la era kirchnerista y en el narcotráfico. Con razón, porque hubo una exacerbación de los procesos que conforman la crisis estatal y porque, además, medio país aceptó la versión oficial de que el gobierno estaba recuperando el Estado. Pero sería un error suponer que se trata sÓlo de enmendar doce años de desaciertos. La crisis estatal lleva ya cuatro décadas y contribuyeron a ella, por acción u omisión, todos los gobiernos, de Isabel a Cristina.
A mediados de los años setenta todavía era reconocible el Estado construido a fines del siglo XIX y reformulado a mediados del XX. Aquel Estado se caracterizó por su potencia, es decir la capacidad de formular políticas y sostenerlas a través de un período prolongado, como ocurrió con la educación o, en otro con texto, con la promoción industrial. A la vez, lo caracterizó su creciente debilidad frente al largo asedio de las diversas corporaciones de intereses que, a lo largo del siglo XX, presionaron sobre sus decisiones. Este proceso se aceleró luego de 1955, cuando la conflictividad social intensificada se potenció con la colonización estatal y la lucha por su botín. Los últimos y dramáticos episodios transcurrieron a comienzos de los años setenta.
Las radicales respuestas a esa crisis coincidieron con la gran transformación de la sociedad y de la economía, cuyos efectos fueron la polarización social y la formación del mundo de la pobreza. Desde 1976, mientras el terrorismo estatal clandestino lo subvertía, se reclamó achicar el Estado, convertido en la fuente de todos los males. De ese nudo arrancan casi todos los procesos cuyas consecuencias hoy padecemos.
¿Que ética del servicio público puede sobrevivir a un gobierno que asesina clandestinamente? Allí están hoy la Bonaerense y buena parte de la Justicia, para recordarnos la persistencia de este daño inicial. El alegado achicamiento del Estado no fue entendido como un adelgazamiento fortalecedor sino como privatización de todo lo vendible y simultáneamente la jibarización de las oficinas destinadas a controlar a quienes se hicieron cargo de los servicios públicos. De ahí en más, la relación entre un Estado decadente e intereses prebendarios fue haciéndose cada vez más íntima. Así lo reveló la corrupción de los años noventa y también el modo kirchnerista de organización del expolio en beneficio del grupo gobernante.
La democracia no pudo cambiar mucho las cosas; apagada la efervescencia cívica inicial, la nueva clase política se sumó a los expoliadores, construyendo con recursos estatales una forma viciosa de hacer política. Fueron estos los políticos que sacrificaron la institucionalidad y ayudaron a la consolidación de gobiernos concentrados y autoritarios, que manejaron a golpes de autoridad un Estado desmantelado.
Todo esto existía antes del kirchnerismo, aunque Néstor y Cristina inventaron nuevas formas para profundizar la crisis estatal. Esto es lo que recibe el nuevo gobierno. Lo que tiene que hacer es claro en sus líneas generales. Restablecer un Estado normal. Recuperar una gestión eficiente y honesta, con funcionarios capacitados y preocupados por el buen gobierno. Alentar las iniciativas privadas y desterrar las relaciones espúreas entre empresarios y gobiernos. Restablecer el Estado de derecho y la dimensión ética de la función pública.
La estrategia, el qué, es clara; lo difícil es la táctica, el cómo. Hércules resolvió su problema desviando hacia los establos el curso de dos ríos, que arrastraron los excrementos. Tuvo mentalidad de ingeniero pero, además, era hijo de Zeus. Nuestro presidente, también ingeniero, es un simple mortal y su tarea es bastante más complicada. Por un lado, tiene poco poder, debe negociar cada cosa, y eso significa encontrar vías transaccionales. Es admisible, siempre que no pierda el rumbo, como le pasó a Frondizi.
Pero el problema mayor es que, si bien el estiércol no falta, se trata sobre todo de personas, que no pueden ser arrojadas al torrente de un río limpiador. Cada una de la situaciones anómalas -La Salada, por ejemplo- involucra a muchísimos que no son responsables sino supervivientes. El objetivo de un buen gobierno no es hundirlos sino ayudarlos a salvarse. De modo que el "cómo" -una combinación de designio, pragmatismo y mucha sensibilidad- es una parte fundamental del "qué". Si logra combinar honorablemente ambas cosas, será digno del recuerdo, como Hércules.