Se levanta el polvo como se levanta, metros más allá, esa mole gigante alrededor de la que todo orbita: la cementera Minetti. Las calles que la rodean son, no obstante, casi todas de tierra. A ese barrio lo habitan los empleados de la fábrica y sus familias. Está allí, en el centro de un lugar descentrado: Panquehua, núcleo fundacional del departamento mendocino de Las Heras.
La década de 1960 va rumbo a su primera mitad. En esa parte del planeta el paisaje tiene, al fondo de todo lo posible, unas montañas de piedra infinita llamadas "los Andes". Delante de ellas, como un eco, se alzan las torres de la fábrica que muelen una piedra ya hecha finita, unos hornos que hacen más polvo el polvo. Y acá, más adelante aun, la estafeta postal frente a la que se detiene el colectivo de la línea 6.
El paisaje es tranquilo y de rituales predecibles. Sin embargo, ahora el colectivo arranca y en la vereda de la esquina se rompe la secuencia con algo inesperado: una niña (lacios cabellos negros, revueltos por el viento, irregulares sobre la frente) salta una vez. Y salta otra vez. Y una vez más. Como en un ritual secreto pero de pronto abierto a los ojos de los que van sobre el micro, la nena lanza un hechizo extraño: "pin pancuí", dice una vez.
"Pin pancuí", dice otra vez. "Pin pancuí", una vez más. Ya el micro que va hacia el centro de Mendoza se aleja, pero el último pasajero alcanza a ver que la pequeña concluye allí su atropellada liturgia, para seguir haciendo lo que hacía antes: caminar entre el polvo, seguir en su excursión de tierra, cactus y piedra caliza.
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Esa niña comenzó de pronto con esos ritos. Sintió que el conjuro le nacía de las tripas, sin saber por qué, y debió ponerle palabras que tuvieran una música especial y que significaran algo, al menos para ella y su código privado.
La nena de ojos oscuros había nacido en Santa Fe, en el invierno de 1958, tercera hija de un químico y una ama de casa. La llamaron Liliana Chiavetta.
Junto al Paraná aprendió a hablar, pero el trato con el mundo comenzó en el desierto: antes de cumplir los cinco años, ella y su familia se mudaron a Mendoza. El padre, un ateo de formación comunista y muy reputado en su profesión, había sido contratado por la renombrada cementera que iba a proveer de cimientos también a la nena, y no sólo hechos de concreto.
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El sitio al que llegó Liliana era tan áspero y seco como fascinante. Un barrio con pocos niños, pero que cualquier niño podría pedir como un deseo. Había calles tan solitarias que daba ganas de ponerles nombres nuevos y ella, que amaba usar las palabras, le buscaba los más hermosos que podían salirle. Había también amplios terrenos baldíos, espinos, cactus, tierra y piedras, muchas piedras acumuladas por todas partes que formaban montañas que, para Liliana y sus pocos amigos, eran iguales que aquellas que más atrás vigilaban todo, incluso desde antes de que alguien fuera capaz de mirarlas.
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El sol parece ser más fuerte en Mendoza. En Panquehua, junto a una fábrica de cemento con hornos voraces, el sol se agiganta. Quizá por ello las sombras andan con disimulo, pero cuando llegan, cuando asientan sus siluetas junto a los cuerpos que las proyectan, son más oscuras que el interior de una piedra.
A la nena de los conjuros la pisó una sombra un mediodía, al volver del colegio en el colectivo de la línea 6 ante el que había saltado tres veces, ante el que tres veces había dicho "pin pancuí" cuando lo vio aparecer. La sombra fue fugaz pero poderosa. Cuando llegó a casa y su madre le abrió la puerta, cuando le dijo "pasá, no me siento bien", cuando cayó al suelo resbalando entre sus brazos y murió de un ataque cardíaco, la niña entendió que había una Sombra entre las sombras, más negra y veloz que cualquier otra. Lo que no entendió es que, muchas veces, el roce de la sombra hace que esta anide en el corazón a la espera de echarse sobre él, un día cualquiera.
"La muerte de nuestra madre, tan prematura, a sus 39 años, fue un golpe terrible para Lili", sentencia su hermano Hugo, un conocido librero. Él está seguro de que ese dolor y esa ausencia marcaron su infancia. "Ahí andaba ella, siempre como en otro lugar en el mundo. Solía decirnos que a veces hay que mentir para decir la verdad y con esa idea siempre evoco este recuerdo que refleja su terrible dolor: una vez Lili no había hecho los deberes y la maestra le preguntó por qué. Ella le contestó que era porque se había quedado ciega... Por supuesto, eso causó sorpresa y risas entre sus compañeros, que empezaron a cantarle 'mentirosa, mentirosa', con el guiño de la maestra. En realidad no era mentira, era una forma de expresar que de algún modo ella estaba viviendo en las tinieblas", asegura.
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Tras la inesperada muerte de su madre, Liliana creció en una familia ahora más pequeña y desamparada, a la que el padre debió apuntalar con la química del duelo disimulado, del esfuerzo doble, de la resignación. Y siguió entrando y saliendo de Panquehua, de la órbita del cemento y de las calles de tierra, a golpes de "pin pancuí".
Cuando pasaron los años, cuando se fueron de Panquehua y la Ciudad de Mendoza era su lugar de residencia, Liliana Chiavetta sintió inquietudes irrefrenables y quiso salir a buscar el mundo. Dejó la secundaria en cuarto año, partió hacia su lugar de nacimiento y se perdió por largos meses en aventuras sin destino. Hasta que volvió a Mendoza, allí donde se había fundado lo que era. Y fue tiempo de refundarse.
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José, el papá de Liliana, siempre tuvo pasión por el teatro. Tanta que había creado un elenco en el que su hija pródiga empezó a despuntar como actriz. A un ensayo de ese grupo se presentó un día Jorge Antonio Bodoc (por entonces dueño de la pequeña Editorial Cosmos), acompañado por Marcio, amigo suyo y mecenas del grupo.
Así recuerda Jorge esa tarde: "En el primer encuentro con Liliana, ella se refirió a mí como 'Bodoc', y yo le respondí: 'no soy un clan'. Me sumé al elenco y un día el Pepe Chiavetta me encomendó que la acompañara a la casa, al terminar los ensayos.
Estábamos preparando El zoo de cristal, de Tennesse Williams, donde Liliana tenía el papel de Laura Wingfield y yo el de Jim O'Connor. Esos encuentros nos permitieron conocernos y enamorarnos".
Según Jorge, la futura autora era por aquel entonces "una chica, muy dulce y tierna, dispuesta a escuchar. Muy sensual y también de una gran inteligencia, en especial por su sensibilidad. Yo, por mi parte, era una mezcla de hippie, anarquista, místico, aficionado a la ciencia, laburante y emprendedor. En pocos días sentimos como si nos hubiéramos conocido por mucho tiempo".
Liliana por entonces tenía 19 años y Jorge, 20. "Desde el momento en que nos vimos, aunque nunca juramos hacerlo, estuvimos 40 años juntos", dice él. Y evoca los albores de ese amor: "Íbamos juntos a comer al célebre carrito Don Claudio. Muchas veces, Liliana me acompañaba cuando estaba imprimiendo y se quedaba conmigo a dormir en la editorial. Sacábamos una puerta y la usábamos como cama. Pero no se nos ocurría la idea de casarnos. Luego de ocho meses de vivir juntos, mi madre, que amaba mucho a
Liliana, nos dijo: '¿Por qué no se casan, así pueden tener salario familiar y obra social?'. Para nosotros fue un trámite y nos casamos por civil el 11 de agosto de 1978".
Fue así. Flechazo, amor y casamiento: todo sucedió en menos de un año y duró para toda la vida. Para toda la vida, además, Liliana Chiavetta empezó a usar un nuevo nombre, más sonoro acaso. Ese que quedaría en letras de molde, cuando la fama llegara: Liliana Bodoc.
Perfil
Fernando G. Toledo. Periodista, poeta y novelista. Licenciado en Comunicación Social. Es editor en Los Andes. Publicó seis libros de poemas y dos novelas. Sus últimos libros son “El mar de los sueños equivocados” (Premio Vendimia de Novela Juvenil, 2016) y “Plano secuencia - Antología poética” (2018).