En 1994, cuando tenía la edad de 24 años, estudiaba en la facu y formaba parte de la juventud de la "Sociedad Libanesa de Mendoza". En esa época nos enteramos que el gobierno libanés, a través de su Ministerio de Relaciones Exteriores y de los Emigrados, ofrecía facilidades para que jóvenes descendientes, de segunda o tercera generación, pudieran viajar hasta allá en una delegación con juventudes de otras provincias, siempre que tuvieras entre 18 y 27 años.
Sin pensarlo demasiado, pusimos manos a la obra. Fue todo un año de laburo intenso que incluyó desde conseguir las visas, hacer subastas, ferias, estudiar el idioma y, principalmente, juntar el dinero.
En aquellos años, la diáspora libanesa fuera del país era de 20 millones de personas. La proporción era que de 4 ciudadanos que viven en el país, 20 estaban repartidos por el mundo.
En esa oportunidad, el programa de gobierno incluyó la logística de docenas de delegaciones del mundo con viajeros que venían de Australia, Brasil, Francia, Chile, lo que enriqueció aun más la experiencia de intercambio. Éramos todos ADN libanés, teníamos rasgos parecidos físicamente pero, al mismo tiempo, cultural e idiomáticamente, nos diferenciábamos mucho.
Este encuentro era técnicamente una especie de campamento, ya que nos hospedamos en un gigantesco colegio del tipo pupilo con todas las comodidades en un monasterio salesiano de Don Bosco en las montañas. Allí pasamos diez días juntos, compartiendo juegos, comidas, viajes, deportes.
Luego, por mi lado, por otros diez días más, me quedé en casa de parientes de la familia.
En esta parte del viaje, sucedió un movimiento interno a ambos lados (entre mis parientes y yo) que me resultó al menos difícil de explicar: comencé a reconocer en ellos rasgos comunes a mí, gestos, hábitos familiares. Me vi reflejado en otras personas que comencé a conocer. Es muy fuerte. Se parece a esa sensación cuando un extraño te resulta demasiado conocido pero no sabés por qué.
Por otro lado, desde adentro hacia afuera, ellos estaban sorprendidos en cómo nosotros, sobre todo los jóvenes que de algún modo habíamos permanecido aislados en países lejanos, mantuvimos vivas las costumbres, las recetas de las comidas, la danza y la música libanesas.
Comprendí que, en realidad, este viaje no resultó un total choque como alguna vez lo imaginamos; todo lo contrario, porque mientras iban pasando los días, me iba sintiendo cada vez más cómodo, más ubicado en una cosmovisión que nunca había sido del todo ajena para mí, porque precisamente mi familia se había encargado de mantener viva. Estaba en un país donde llamarse Karim es como llamarse Juan y nadie se apuró a decirme "turco", un genérico ya absurdo para designar a cada persona con rasgos del Oriente Medio.
La República Libanesa siempre había estado presente. Sin embargo, recién a los 24 años la palpé, la caminé, la asimilé, sincronicé con mis propios ojos aquellos relatos heredados con el paisaje real.
Era para nosotros una especie de Tierra Prometida; la Madre Patria, donde mejor se comía, donde estaban los mejores lugares. Y era verdad. Nunca me olvidaré de aquellos atardeceres. Todos los ocasos en el Mediterráneo son fabulosos. Es como si cambiara la atmósfera, el ánimo de la gente. Es el momento de volver del trabajo, de juntarse a fumar en los argiles, jugar al tawli, preparar la cena. Esa foto no se te olvida nunca.
Quiero volver. Me encantaría.