La vitivinicultura argentina vivió una transformación integral notable en el último cuarto de siglo donde los mejores talentos en todas las áreas del negocio pudieron probarse con mucho éxito en los más exigentes mercados mundiales.
Sin embargo, hace ya cinco o seis años que estamos estancados. Las pésimas políticas económicas en el país afectaron sensiblemente a nuestro sector: estancamiento de la reconversión, pérdida de empleos, poca inversión, magros precios para la materia prima y un aumento del endeudamiento son las exteriorizaciones más visibles.
Mientras tanto, la carrera mundial continuó. Nuestros competidores evolucionaron y nos disputaron los espacios que tanto nos había costado conseguir. Cada centímetro de góndola se pelea hoy como pocas veces habíamos visto. Los márgenes son menores porque debemos competir con políticas de precios muy agresivas o elevar nuestros costos de promoción y todo ello sin resignar la calidad.
Esa batalla en los mercados, tanto del exterior como en el doméstico, sólo es posible manteniendo elevadas tasas de inversión y mejora continua, pero esencialmente apelando a la innovación en todas las áreas del negocio. Productos, servicios, procesos y nuevos modelos de negocios son la paleta donde las empresas deben innovar. Pero para innovar debemos tener por lo menos la flexibilidad que tienen nuestros competidores y en ese camino debemos trabajar.
Junto con expertos del INV discutimos y comparamos las legislaciones de todos nuestros competidores mundiales, desde la Unión Europea a Chile, Estados Unidos, Australia y otros. También revisamos lo que acordamos en el Mercosur o las recomendaciones de la OIV y advertimos que la definición de “vino” más restrictiva era la nuestra. No estamos hablando de compararnos con países estancados o en retroceso, estamos hablando del grupo más competitivo y todos definen al producto permitiendo la fermentación total o parcial de los mostos.
Cuando consultamos con muchos enólogos, de los más prestigiosos del país, también nos advirtieron de los beneficios de flexibilizar las normas locales. Pero no para desfavorecer a los productores sino para mejorar su situación competitiva, al darle más opciones que las que hoy tienen.
Por ello, trabajamos en una reforma de la Ley de Vinos que tiene más de 50 años que pone restricciones innecesarias y atenta contra la innovación o la mejora competitiva del sector. ¿Esto es suficiente? nos preguntamos y la respuesta es que no. Debemos seguir adelante para terminar de transformar el sector. Las exigencias del mercado mundial son notables y está probado que la vitivinicultura de todos los países ha ingresado en una dinámica distinta, que ya no alcanza sólo con hacer buenos vinos, hay que seducir a los consumidores con otros atributos y además debemos mejorar nuestros costos y nuestra productividad para poder pasar cada vez más beneficios a los consumidores. Eso no se logra llenándonos de reglas innecesarias, quizás muy prudentes medio siglo atrás, pero sencillamente arcaicas en la actualidad. Más aún, cuando todos nuestros competidores no las tienen.
La batalla por la calidad será clave en el futuro y debemos tener la mayor flexibilidad posible para salir exitosos. Eso hacen todas las vitiviniculturas competitivas y si miramos a nuestro alrededor también lo hacen los productos sustitutos. Por ello creemos que este primer paso será un aporte a un sistema más competitivo.