La discusión acerca del lenguaje inclusivo y no sexista lleva ya unas cuantas décadas.
Desde la academia, de la mano de los estudios de género y la teoría feminista, y el activismo se han producido documentos y manuales con sugerencias para usos estratégicos y existe un plexo normativo que avala su utilización por entender que diferentes colectivos y sectores sociales encuentran en esta herramienta una defensa de derechos básicos. La Ley Nacional de Educación Sexual 26.150 (2006), la Ley de Identidad de Género 26.743 (2012) y los lineamientos curriculares de Mendoza para la ESI (2018) son ejemplos concretos de esto. Sin embargo, no es tanto legal el debate.
Tampoco es estrictamente lingüístico, como algunos defensores a ultranza de la Real Academia Española ubican al problema. Como señaló Voloshinov (2009), el lenguaje es una arena de disputa y si históricamente el masculino funcionó como “neutro” universal, hoy ese signo se abre a las múltiples posibilidades identitarias de quienes hablan, toman la palabra, son visibilizados/as/es. Bajo esta concepción política, el lenguaje nunca existe por fuera de una comunidad en un momento histórico determinado y lleva las marcas de quien habla (de clase, de racialización, de género, de edad). Es una construcción dinámica, en permanente transformación y como tal va se va modificando al paso que las sociedades cambian. No se trata de imposiciones sino más bien de estructuras muy profundas que están haciendo tambalear las seguridades que nos sostenían. Por eso las resistencias. Por eso la incomodidad. Por eso, incluso, lo reactivo de algunas posiciones.
El lenguaje reproduce y, al mismo tiempo, construye maneras de ver el mundo.
Históricamente esas maneras estaban montadas sobre la mirada de los varones. No solo las mujeres y las disidencias sexuales estaban ocultas en los relatos, en los libros de historia, en la producción científica, en la literatura y las artes, sino que el lenguaje mismo obturaba su presencia. Una porción de la humanidad nunca había sido nombrada. El largo proceso de visibilización de los sectores excluidos del lenguaje ha sido lento y ha pasado por diferentes etapas. El uso de la “e” como estrategia de inclusión de los colectivos de la diversidad sexual es solo una más de ellas e implica, simultáneamente, respeto por las identidades autopercibidas y nominación de algo que, hasta ahora, no tenía palabras. Marc Angenot (2010), habla de las condiciones de decibilidad de un discurso. Es decir, aquello que es posible decir en un momento histórico, político, ideológico determinado que permite que algo sea dicho. Sin dudas, la salida del ghetto de los feminismos y el ensanchamiento de sus fronteras rebosantes de jóvenes y adolescentes, sobre todo a partir de 2018 con la marea verde, inauguró un tiempo propicio, con nuevas sensibilidades que corrieron ese umbral de decibilidad permitiendo transformar el lenguaje para incluir a quienes no habían sido nunca nombrados. Fueron fundamentalmente les jóvenes quienes, espontáneamente, empezaron a usar lenguaje inclusivo y ya no lo abandonaron. Como un gran abrazo contenedor. Como una apuesta política. Como una certeza vital.