El miércoles recordamos a Cervantes y Shakespeare y al Día Internacional del Libro. Vamos a hacerlo desde este lugar también.
A los libros es un placer ya verlos instalados en la biblioteca, esperando por nuestros ojos. Mayor placer cuando los traemos hacia nosotros mismos con la ansiedad de saber qué contienen. Es un placer tenerlos, contenerlos, acariciarlos, verlos, olerlos, todo es placer alrededor de ellos. Un libro es una obra única e irrepetible que pasa por nuestras vidas para llenarnos de historias, de anécdotas, de enseñanzas, aún de dudas y de incertidumbres. ¡Qué objeto maravilloso el que vino hacia nosotros desde Gutenberg!
Todos hemos tenido cercanía con los libros y, aunque ahora no practiquemos la lectura, siempre habrá un libro cerca para cuando nos decidamos.
Mi padre era director de escuela, allá, en un humilde pueblito de la llanura santafesina. Como solía ocurrir con las escuelas rurales, la casa del director estaba inserta dentro del establecimiento. Vivíamos entonces cerca de las aulas, cerca de la dirección, al lado del patio de juegos de los alumnos.
Tendría yo 10 años cuando un día, en el que estaba entretenido en mis juegos de niño, pasó mi padre, acarició mi cabeza arremolinada y me dijo: “Algún día te voy a llevar a recorrer el mundo”.
A mí me quedó la promesa bailando en mi cabecita, aún invicta de grandes conflictos, y me sembró una duda. Los sueldos de los maestros siempre han sido escasos. Nunca, en la historia del país que yo conozco, han sido sueldos generosos que le permitan al docente una vida medianamente digna. Entonces, sabiendo esta contingencia, me dije ante la promesa de mi padre: “¿De dónde va a sacar la plata el ‘pa’ para llevarme a conocer el mundo?”. Pasó el tiempo y un día le recordé lo que había prometido: “Pa, vos me prometiste que un día me llevarías a conocer el mundo”. “Es cierto” -contestó él- “y lo vamos a hacer ya mismo”. Me agarró de la mano, cruzamos el patio del colegio, llegamos a la biblioteca, la abrió y me dijo: “Aquí está el mundo, a vos te toca recorrerlo”.
Menuda enseñanza me dejó aquel morocho tan amante de su profesión de educar. Desde entonces el libro me acompaña. Todos los días caigo a él, o a ellos, a alimentarme de ideas, a saber cómo piensan los grandes pensadores, a conocer historias imposibles si no fuera por los libros.
Ahora, con el advenimiento de la generación tecnológica, los libros han adquirido otra fisonomía: se leen en tablets, en computadoras y hasta en teléfonos celulares. Muchos auguran que es el fin del libro-objeto. A mí me parece que por más avances que logremos en el campo de la tecnología, el libro objeto jamás va a desaparecer. Por aquello que dije al comienzo, por el placer de ocupar nuestras manos con sus páginas de existencia. Dar vuelta una hoja es lo mismo que pegarse un paseo por esa plaza que se llama vida.
Han salido a la palestra de aquellos que propugnan el fin del libro objeto numerosas organizaciones que propician la lectura y está bien que lo hagan: es bueno defender las causas nobles. Pero el mejor camino para que el libro-objeto no desaparezca es el ejemplo. Dicen: “Los niños ya no leen”. Yo creo que es una derivación de esta otra afirmación: “Los niños no leen porque los padres no leen”. El ejemplo, el maravilloso ejemplo de ver a un padre con un libro en sus manos, puede sembrar en el niño las ganas de imitarlo. De lograrlo, todo el cielo está alcanzado.