Lealtad y renovación: mito del peronismo

Lealtad y renovación:  mito del peronismo

Fuera de la tradicional ceremonia del 17 de Octubre, el valor de la lealtad peronista es invocado cuando empiezan a haber problemas de legitimidad o popularidad declinante. En fases de crisis del peronismo se enarbolan y agitan las banderas que exigen (o apelan a) la lealtad.

En sí misma, la expresión “lealtad peronista” es engañosa porque parece referir una relación de fidelidad a una organización (movimiento, partido: para el caso da lo mismo) o a un cuerpo ideológico o doctrinal, pero en realidad lo que se quiere decir es “lealtad (al máximo dirigente) peronista” del momento.

No hay criterios organizacionales o ideológicos que definan la lealtad, sino tan sólo personales: en todo caso, esos criterios organizacionales o ideológicos serán los que defina o imponga el dirigente.

No hay por esa razón manera -en términos de lealtad- de confrontar al líder con las ideas o los principios que debería sostener y practicar.

Por más que se la presente en esos términos, la lealtad peronista no es un valor absoluto en tiempos de bonanza ni tampoco en tiempos de crisis: si no, no habría luchas por el poder ni sucesiones conflictivas. No hay lealtad entre cúpulas que se disputan el poder.

De hecho, la estructura interna del peronismo ha devenido en la profusión de corrientes, movimientos y agrupaciones que reivindican por igual su fidelidad al líder pero que poseen pocas características diferenciales ideológicas u organizativas entre sí.

Si primara un verdadero principio verticalista, estas agrupaciones no tendrían sentido. Si en cambio se tratara de una constelación de agrupaciones de diversos sectores sociales, sindicales, regionales, culturales, ideológicos, articulados en un movimiento, las características diferenciales serían notorias.

La explicación es sencilla: se trata de nucleamientos dispuestos esencialmente para disputar y negociar cuotas de poder con el liderazgo de turno.

El concepto de lealtad sirve básicamente para contrarrestar cuestionamientos ideológicos por parte de las bases ante los bruscos cambios de dirección en las políticas de partido o de gobierno, tan frecuentes en el peronismo, casi siempre decididas con criterios oportunistas.

La lealtad peronista es un mito: no en el sentido más vulgar del término -es decir, como mentira- sino como relato de un pasado trascendente que da sentido y realidad al presente. Es un recurso para dar cohesión formal -a través del disciplinamiento- a un conjunto de prácticas de poder unificadas por una voluntad personal.

Rito

Cuando el peronismo pierde el poder y no hay líderes fuertes en el movimiento, el discurso de la lealtad da lugar al rito de la renovación, que tiene básicamente el sentido de abrir la temporada oficial de la lucha por el poder.

La lealtad nunca se refiere a una idea o a una institución: ese tipo de posicionamientos aparecen cuando en el peronismo no hay líderes claramente definidos. Cuando no hay líder a quien jurar lealtad surgen -ocasionalmente- “las resistencias”, “los ateneos”, “las corrientes” o “las tendencias”: es el tiempo de la renovación, un ciclo propiciatorio en el que se dirime un nuevo objeto único de sumisión.

Las fidelidades se fragmentan, producen alineamientos y realineamientos. Este proceso se presenta usualmente como una fase de discusión interna, de replanteo ideológico, programático u organizativo, de autocrítica y reflexión. En realidad es un tiempo de negociación, un conciliábulo múltiple en el que se discuten, confrontan y unifican voluntades e intereses que eventualmente puede llevar a una competencia electoral.

Lo que está verdaderamente en juego es la consagración del nuevo macho alfa de la manada. La renovación culmina con un nuevo Perón, con un líder que concentra y pone en marcha las fuerzas para recuperar el gobierno. Las reorientaciones ideológicas y los programas políticos (que los hay) se definen a posteriori de la consolidación del nuevo líder.

La continua renovación de un pasado caduco

Lealtad, renovación: recursos simbólicos, retóricas que sirven a los dirigentes para suspender o habilitar la lucha por el poder, consagrar al líder o encolumnarse tras él.

Las élites dirigentes del peronismo saben que se trata de conjuros rituales que es preciso recordar y repetir cada tanto para que el peronismo siga vivo. Empeñadas de forma permanente en la puja por el poder, saben bien que la relación de fuerzas es dinámica: no es casual que Perón desarrollara la idea de la “física política”.

Para las clientelas de clase baja, perfectamente conscientes de la transacción de la que son parte, son apenas consignas, eufemismos sin sentido.

La lealtad y la renovación sólo parecen ser eficaces para los sectores de clase media ideologizados, el medio pelo peronista, ése que en un tiempo pensaba que con haber escuchado a Mordisquito y leído la Doctrina Revolucionaria conocía las profundidades, los secretos, los obstáculos y las complejidades de los destinos nacionales.

El peronismo aprisiona al país entre una legitimidad ganada hace bastante más de medio siglo y una particular habilidad para seguir explotando una cultura política que él mismo ha contribuido a crear.

Esa doble condición le permite seguir presentándose a la vez como abanderado inmarcesible de las causas populares y la construcción nacional, y como único intérprete autorizado del espíritu de la nación argentina.

Su loop continuo de lealtad y renovación, por el contrario, no es expresión de lo eternamente nuevo y lo permanentemente valioso sino la impostura a través de la repetición de un movimiento aparente con el que oculta su anacronismo. El atraso, la decadencia, la cancelación del futuro.

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