En apenas treinta minutos, Julio Le Parc va a subirse al auto que lo llevará al aeropuerto de Ezeiza, desde donde volará a París después de pasar poco más de una semana en la Argentina. El hombre que nació en Mendoza en 1928, capo del arte cinético argentino y radicado en Francia desde hace más de cincuenta años, vino para la inauguración en el Malba (Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires) de Lumière, una muestra con obras que hizo en los años 60 y que promete ser una de las grandes exhibiciones del año. Anda con poco tiempo y aclara que sólo podrá responder cinco o seis preguntas en el lobby del hotel mientras le bajan las valijas, pero después se lanza y contesta quince, veinte, las que hagan falta.
Julio Le Parc es uno de los artistas argentinos más exitosos en el mundo. Su hijo Yamil cuenta que además de la muestra que acaba de llegar a Buenos Aires después de pasar por Brasil, entre fines de 2014 y 2015 también habrá exhibiciones con su trabajo en Londres, Miami o el Pompidou de Francia. E incluso se está construyendo un pabellón permanente para sus trabajos en el Museo Inhotim, de Brasil. El año pasado, una monumental retrospectiva de su obra en el Palais de Tokio de París fue una de las muestras más visitadas de todo 2013 en la capital mundial del arte. En una crónica sobre esa exhibición de 2 mil metros cuadrados, en la que había desde piezas de los años 60 hasta cuadros recién salidos del taller e incluso una sección de juegos donde la gente podía tirarle pelotazos a una figura del Tío Sam, un diario argentino lo describió en el título como “Artista mendocino, rey de París”. Esa etiqueta, aplicada a un hombre que vivió en Mendoza tan sólo hasta los trece años pero quedó marcado por ese paisaje en el que la luz se recortaba sobre la silueta de la cordillera, es un buen lugar para empezar.
-¿Se siente un "artista mendocino" usted?
-Bueno, yo nací en Mendoza, toda la niñez la pasé en Mendoza. Una base fundamental en la personalidad de todo el mundo tiene que ver con dónde uno pasa la niñez, dónde vive las primeras experiencias de toda naturaleza, la relación con la madre, con los hermanos, el entorno, el paisaje. En Mendoza también es donde hice la escuela primaria, donde sentí y aprendí muchas cosas, de una u otra manera.
-¿Y dónde vivía?
-Cuando era chico, en la ciudad de Mendoza. Pero como mi padre era ferroviario, lo trasladaron a Palmira. ¿Usted conoce Palmira? Entonces era un pueblito chiquitito, chiquitito, que prácticamente no tenía calle asfaltada, únicamente ese carril que atravesaba el pueblo. En la casa donde vivíamos no había ni siquiera agua, era muy precaria la vida ahí, pero también muy intensa. Con los amigos de la escuela hacíamos excursiones a los ríos y escapadas a las viñas para robarnos uvas. El recuerdo de todo eso todavía es muy fuerte.
-¿Qué sintió cuando le dijeron que iban a hacer un espacio cultural con su nombre?
-Me sentí muy honrado, muy emocionado y distinguido, pero al mismo tiempo sorprendido de que no le hubieran puesto otro nombre, quizás. Para mí es la memoria de mi abuelo que se llamaba Le Parc y que llegó a Mendoza a principios del siglo pasado. La única que lo conoció a él fue mi abuela, porque falleció cuando ella estaba esperando a mi padre. Él era Le Parc, igual que el centro cultural e igual que mi padre. Ese también es el apellido de mis hermanos. Y claro, también es el apellido de mis hijos, así que es todo eso para mí.
-Ahí hay una obra de usted, una esfera roja. ¿Por qué hizo esa concretamente?
-Yo hice varios croquis y proyectos a partir de los planos del lugar, porque había visto las paredes y que había una pared curva, pero también miré los ángulos por donde entran luces y después haciendo dibujos me pareció que esa esfera, a esa altura y en medio del espacio arquitectural que ya existía y que yo fui a ver, guardaba una relación de armonía. ¿Usted no cree que está en armonía?
-Y sí, creo que sí.
-Está muy bien, por eso me gustaría que tenga actividad permanente, que vaya creando una relación con la gente que va a verlo, con los mendocinos.
Un traslado del padre ferroviario hizo que Julio Le Parc, a los 13 años, se mudara junto a su familia a Buenos Aires. Ahí comenzó a trabajar en un taller de marroquinería y más tarde en una fábrica metalúrgica. En 1943 entró a la Escuela de Bellas Artes, donde tuvo como profesor a Lucio Fontana, un artista que no sólo lo influyó sino que años más tarde sería quien le comprara una de sus primeras obras. Tras terminar sus estudios en 1946 y pasar casi una década alejado de la academia, en 1955 retomó sus estudios en la Escuela Superior de Bellas Artes.
Allí se involucró en política como dirigente estudiantil y comenzó a discutir con sus colegas acerca de cómo hacer un arte que les llegue a las masas, que toque a la gente. “A fines de los 50, el arte que estaba de moda era hermético. La pintura abstracta, por ejemplo. Había un divorcio entre el público y lo que se producía. Era un arte que creaba una sensación de pasividad en la gente y muchas veces rechazo. Quisimos ver, entonces, cómo intervenir sin caer en la denuncia a través de la figuración, lo que en ese momento hacían Berni o Castagnino”, contó en una reciente entrevista con Clarín.
El plan que surgió en su cabeza y la de sus amigos era hacer obras no-figurativas que pudieran llegarle a un espectador que no conociera la historia del arte o lo que decían los críticos. Buscaban una relación directa, y el camino que tomó Le Parc, sobre todo a partir de su mudanza a París en 1958 y la conformación del GRAV (Grupo de Investigación en Artes Visuales, por las siglas en francés), fue experimentar con distintos fenómenos ópticos y de percepción.
-Usted ha contado que de la educación formal en arte, una de las cosas que más le interesaron fue la teoría del color. Es raro porque para muchos alumnos es la parte más pesada, como aprender solfeo para un músico. ¿Por qué fue tan importante?
-Bueno, en realidad nosotros aprendimos con un buen profesor que había distintas teorías del color. Era interesante pero cuando empezamos a hacer nuestras experiencias, nos dimos cuenta de que esas teorías no funcionaban desde el punto de vista visual y entonces dejamos de lado lo aprendido para experimentar con nuestros propios medios, con témperas, con tinta china, ir viendo poco a poco qué resultados visuales provocaba, qué modificaciones hacer para obtener otros resultados, etcétera.
-El plan era buscar un espectador nuevo, sin prejuicios acerca de lo que el arte debía ser. ¿Cómo era esa búsqueda al principio?
-Bueno, el primer espectador era yo, luego los amigos y la familia, para ir contrastando los resultados. El desafío era grande, porque analizada la circulación del arte y todo eso, entendimos que dentro de la creación contemporánea el espectador no existía. Las galerías no buscan espectadores, buscan clientes. Y es normal porque tienen gastos como alquilar lugares y arriesgan inversiones sobre artistas que a veces funcionan y otras no. El tema es que a veces las instituciones siguen el mismo camino de las galerías. Entonces había que buscar cómo llegar a ferias o exposiciones colectivas grandes donde la gente nos diera respuestas, incluso por escrito, sobre el arte en general y el nuestro en particular. De lo que nos dimos cuenta es de que la gente tenía una gran capacidad de reflexión y reacción, de comparación incluso, tal como sospechábamos. Esa idea de que la gente no sabe apreciar el arte de su tiempo, que tienen que pasar años para que entren las nuevas corrientes, tiene mucho que ver con cómo se le presente el arte y qué relación se establezca con el público.
Durante la primera mitad del ‘60, Le Parc comenzó a crear y exhibir en París y otros lugares del mundo -siempre en muestras colectivas- una obra sumamente original y madura que, irónicamente, por momentos remite a juegos o experiencias infantiles: hay laberintos, espejos que distorsionan la imagen, chapitas que generan reflejos, esculturas con mecanismos de relojería y sencillas máquinas con cilindros que van modificando las luces de un foquito. Son obras que ya no sólo superan el marco del cuadro -límite tradicional de la pintura- sino también las paredes, proyectándose sobre los techos, el piso e incluso sobre los espectadores. El primer gran reconocimiento crítico a ese trabajo llegó en 1966, cuando ganó el Primer Premio de la Bienal de Venecia. Fue recién a partir de entonces que comenzaron a hacerse muestras individuales sobre él tanto en Francia como en Argentina y otros países del mundo, donde Le Parc es figurita codiciada para cualquier colección de arte de la segunda mitad del siglo XX.
-Pareciera que el camino en serio empieza para el artista con una muestra individual, pero a usted eso le llegó a los 38 años. ¿Qué le daba confianza como artista, mientras tanto?
-Yo llegué en el 58 a París y pasaron varios años así, mi primera exposición individual fue gracias a que en Venecia me entregaron el Gran Premio Internacional de pintura. Pero antes hacíamos exposiciones colectivas, contactábamos a artistas con inquietudes similares en Alemania, en Italia en Yugoslavia. Había movimientos e infinidad de actividades lo suficientemente intensas como para no correr detrás del éxito individual. El tiempo estaba lleno de trabajo, de creatividad, de encuentros y discusiones con otros artistas.
-Ustedes también cuestionaban la idea del artista como un iluminado o ser especial. ¿Cree que cambiaron algo en ese sentido?
-Quedó planteado, pero de ahí a que se generalizara, creo que no. Hoy sigue el culto a la personalidad del artista y la valoración de un grupo limitado de personas sigue imponiendo artistas y le dice a la gente que pague caras ciertas cosas. Lo que no se plantea es si además del comprador, la gente que ve esas obras las considera arte. Creo que no se ha podido crear del todo esa multiplicidad de criterios valorativos para el arte de los que hablábamos, criterios que pudieran surgir de la universidad o de los barrios. Las instituciones podrían reunir esa información preguntándole a la gente que visita exposiciones lo que piensa, pero no les interesa. Eso sería muy importante también para los artistas, para que tengan otro criterio, no sólo el de quien tiene dinero y compra sino también el de gente que quizás no tenga dinero pero tiene sentimientos, imaginación para pensar cosas nuevas o intuición para ver lo que un artista quiere decir. Nosotros hicimos ensayos con grupos reducidos de gente y nos dimos cuenta de que nadie recibía lo que el artista pensaba que tenían que recibir. Eso es tremendo, alguien puede trabajar con empeño toda su vida pero sin poner sus convicciones a prueba.
-Quizás no a todos los artistas les interesan esas opiniones.
-Pero la cuestión es que tampoco existe esa respuesta. Las instituciones culturales podrían ser ventana para eso, yo trato de convencer de eso a los directores de museos, llevar pequeñas encuestas, cuando voy a donar una obra suelo pedir que sea el público el que la elija. El público, cuando siente que le dan responsabilidad, pone mucho empeño en sus opiniones y a veces escriben cosas mejores que las que escriben los críticos de arte. Hay una relación más natural y directa con lo que han visto.
-¿Cómo se mantiene esa voluntad de experimentar cuando ya es reconocido?
-Lo mejor, para mí, es tener todavía un poco de libertad. Si me siento en una mesa, agarro un pequeño cuaderno, un lápiz y empiezo a hacer cosas sin que tengan un destino particular o una exigencia de afuera o un proyecto que a uno le pidan. Es hacer andar el lápiz sobre la hoja de papel de manera libre, dejar que actúen la mano y el ojo. Para mantener despierta una actitud de curiosidad y experimentar sólo hace falta un papel y un lápiz.
-¿Y cómo es su estudio en París? Viendo su obra, uno imagina un laboratorio.
-Bueno, es un taller que se ha ido agrandando con el tiempo para tener más archivadas las cosas y trabajar con un poco más de comodidad, pero si se lo compara con talleres de artistas famosos que uno ve en las películas o en los informativos, no es nada del otro mundo. En una película que vi hace poco entrevistaban a un artista chino. En mi taller tendré 600 metros cuadrados y él decía que tenía cinco mil metros. Yo tengo un asistente para la parte mecánica y otro que trabaja con papeles. Este chino tenía doscientos asistentes y el lugar era como una fábrica, a la mañana entran, a la tarde salían. A lo mejor él ya no era un artista, era un industrial.
-¿Qué consejo le daría a un artista que está lejos de Buenos Aires o Europa, puntos de lo que se denomina como "circuito del arte"?
-Lo importante es el trabajo y la reflexión pero, sobre todo, probar haciendo cosas. Esa es la única forma de que algo aflore. Mientras más se produzca, aunque sean pequeñas dimensiones, pequeñas cosas, más van a ir viendo sus intenciones y más se multiplicarán entre ellas esas pequeñas cosas. También, si está la posibilidad, hay que confrontar y mostrarles las cosas a otras personas. La actitud a la que uno está acostumbrado es el individualismo, el antagonismo con lo otro, pero hay formas más fraternales, las del trabajo en común, que ayuda a despejar la mente y salir de lo que algunos le llaman "ombliguismo". En general, mi consejo es que cada uno tiene su propio camino, pero si un joven artista piensa en que el objetivo es ser célebre, buscar el éxito, quizás deja de lado cosas más profundas o interesantes que pueden haber en el camino.
-La última. ¿Cuándo vuelve para Mendoza?
-En la primera oportunidad que tenga, vuelvo. Estuve hace dos años, cuando se inauguró el centro. Fue muy bonito, con un recibimiento muy cariñoso de los organizadores y de la gente en general.
-¿Se imagina una muestra suya en el Le Parc?
-El lugar tiene una arquitectura particular. Los espacios para exposiciones están concebidos más para artesanías y para que en cada espacio haya artesanos diferentes. Lo ideal sería que la parte de atrás la ocuparan con un galpón de mil metros cuadrados, electricidad para iluminar exposiciones, temporales o colectivas, pero con condiciones precisas para que la gente entre, circule y vea.
Llega la hora de partir. Le Parc se levanta y va hacia la calle con su tradicional boina. Mientras sale, le aclara a la chica que lo llevará al aeropuerto que quiere hacer dos paradas en el camino. Una en el Obelisco, donde planea hacer una obra monumental en setiembre de este año. La otra será en la fábrica de un ingeniero que tiene que mostrarle algo a este hombre que desde hace más de medio siglo hace arte con piezas móviles, motorcitos, muchos colores, efectos ópticos y lumínicos que -advierten en la puerta de su más reciente exposición- “podrían estar contraindicados para personas que sufren epilepsia”. Más allá de las especificaciones médicas, es cierto que sus obras sacuden y devuelven a la calle con la impresión de haber andado de paseo por un planeta extraño, el mundo de un ilusionista o un inventor loco que produce efectos sorprendentes sin tener que recurrir a leds, lásers, efectos especiales o tecnología de punta.
Le Parc-Lumière: viejos trenes y una invasión extraterrestre
Ha pasado casi medio siglo desde que Le Parc construyó estas obras nocturnas que arman la muestra Lumière del Malba, un recorrido en el que ese arte hecho a base de sonidos, luces, reflejos y movimientos se podrá ver hasta el 6 de octubre. Aunque el recorrido transcurra en el interior de tres salas absolutamente a oscuras, aisladas del entorno, la revolución tecnológica se cuela a través de los resquicios. Una luz que ilumina el rostro de una persona, y que al principio puede parecer una de las obras del artista mendocino, es en realidad un celular en el que uno de los guardias de seguridad escribe un mensaje de texto. Todo cambió y sin embargo el resultado sigue siendo algo fresco, con imágenes que por momentos remiten a una invasión extraterrestre y en otros a la ecografía de una criatura fantástica.
El propio Le Parc es consciente del salto. “Es verdad que en los 60 no existía internet, ni las computadoras, ni la televisión, ni los celulares, ni esas figuras que ahora se aplican en los espectáculos, como los juegos de luces, pero creo que si la relación con el público es espontánea y directa, algo se mantiene. Mucha gente me agradece por sentirse mejor al salir de la exposición. Sentirse renovados. A veces es gente sencilla pero también hay intelectuales y críticos de arte me han dicho eso. Un periodista que me hizo una nota para una revista importante de Francia el año pasado me dijo 'fui a ver la exposición suya, tenía problemas ese día y cuando salí me había olvidado de los problemas y ya veía las cosas de otra manera'”, cuenta.
Al recorrer la muestra del Malba, armada a partir de las obras de la colección Daros Latinoamérica, una institución con sede en Zurich, se nota que algo raro está pasando en esas salas. A diferencia de lo que suele ocurrir en los museos, acá hay gente que conversa tranquilamente sobre las obras, que vuelven atrás en el recorrido y sobre todo muchos que se ríen. Otra experiencia curiosa es tener que compartir una suerte de cama o sillón con otros espectadores cuando se llega a una instalación que hay que ver acostado, porque se proyecta directamente en el techo. Y hasta la encargada de custodiar un laberinto de espejos y luces en movimiento que deforman de distintas maneras la figuras bromea con que por ahora no hubo ningún accidente, “aunque esto recién empieza”.
Los nombres de las obras de Le Parc apenas nos dicen algo sobre lo que buscaba el artista con ellas, como mucho describen materiales o acciones. Títulos como Lumiére avec formes en contorssions o Continuel lumière au plafond invitan, en cambio, a que el espectador se invente nombres más adecuados. Podría ser La danza de las bacterias para la escultura que emite imágenes en movimiento parecidas a las del test de Rorschach. Otro: El banquete de aire y nieve para una en la cual destellos proyectados sobre el techo, el suelo y las paredes de las salas -deformados por un sencillo sistema de engranajes que gira delante de los focos- parecen ligeros panes o budincitos de nada.
En Lumière en vibratión, el enorme cuadrado con luces ocultas entre barillas que saltan y vibran y suenan parecido a una locomotora, uno puede hasta ver una marca biográfica o un guiño a ese padre ferroviario que de chico se llevó al futuro artista a Palmira. En resumen, es como decía el famoso crítico Jorge Romero Brest, citado en el catálogo de la muestra del Malba: con Le Parc la “precisión mecánica no excluye la variabilidad ni la sorpresa”. Con sus máquinas e invenciones, se podría agregar, uno no sólo puede viajar al futuro sino también al pasado.
Yamil Le Parc, hijo y colaborador del artista, cuenta que durante el año hubo conversaciones para que esta muestra traída de Suiza, que hizo escala en Brasil y luego en Buenos Aires, también pudiera visitar Mendoza. Pero al final no se dio. “Hubo una intención de llevarla al Le Parc, pero después no supe nada más de eso, el problema es que costaba mucho armar la infraestructura y quizás hizo falta que pelearan un poco más por tenerla”, explicó respecto a la muestra que en Buenos Aires incluyó 17 instalaciones desplegadas en 900 metros cuadrados. “Hubiera sido una buena ocasión para ver una colección que regresará a Suiza pero creo que faltó trabajo para ver cómo se podrían haber compartido los costos, que son importantes. Aunque nosotros no ganamos nada con esto, más allá del prestigio, soñamos con que se pueda hacer una gran retrospectiva como la de París, tanto en Buenos Aires como en Mendoza”, le contó a Los Andes.