Jorge Sosa - Especial para Los Andes
Las veredas son asuntos fundamentales en las historias de nuestros pasos. Sobre todo para los citadinos. Puede que en el campo la vereda se mimetice con la calle o se explaye en un baldío que no necesita demarcación alguna, pero en la ciudad la vereda es el lugar de los peatones. Son tan conocidas y trascendentes que han merecido menciones en canciones muy populares como “Una veredita alegre / con luz de luna o de sol” que escribió la inigualable peruana Chabuca Granda en su recordado vals “Fina estampa”; el tango la sublimiza hasta hacerla protagonista. “Cuando tu pasas caminando por la calle / repiqueteando tu taquito en la vereda” dice una milonga canyengue y otra milonga le responde “Igual que baldosa floja, salpico si alguien me pone el pie”. Y hasta en la literatura musical cuyana tiene lugar cuando Hilario en su cochero pregunta “Cochero cuanto me cobra / por llevarme hasta la casa / de mi comadre Paulina / que vive en le vereda alta”.
Las veredas son uno de nuestras pertenencias en el mundo donde ocurre la vida. Uno tiene su lugar en el mundo, pues las veredas son nuestro lugar en la ciudad. Por suerte ser peatón no depende de una bomba de nafta.
Los paisajes de las veredas están colmados por flores al paso; alguien que pide ayuda; un cartel que tienta a nuestros bolsillo anunciando en un castellano foráneo: SALE; postes; árboles; pericotes; depósitos de residuos que muy pocos usan; baldosas inexistentes que dejan ver el cuadrado que fue su nicho y el cemento que las sostuvo y que crea rugosidades jodidas de llevar si se nos mete su ausencia en los pasos; entradas a garajes donde siempre tienen prioridad los automóviles; vendedores ambulantes; carteles con nombres de calles, a veces acertados, y semáforos que ordenan el tránsito de una manera correctamente desordenada.
Pero así como le damos una pizca de bolilla a las sendas peatonales, que son nuestras calles en las calles, así le estamos dando menos bolilla a la verdadera idiosincrasia de las veredas. Porque uno todavía tiene el concepto de que las veredas se han hecho para caminar, para usar esas dos extremidades inferiores que no sé por qué son inferiores si son las más grandes.
Pues han aparecido personajes nuevos en nuestras veredas, por ejemplo, los patineteros. Primero se escucha un ruido como un trueno amenazante y creciente y luego pasa por tu costado, un ser humano, eso creo porque es difícil distinguirlo, sobre una patineta a velocidades desesperantes para llegar a ningún lugar a hacer nada.
También aparecen motos que suelen encontrar en las veredas sus parques de estacionamiento, pero cuando el conductor aborda la vereda desde la calle no aminora la velocidad, le sigue pegando como si estuviera corriendo el gran Premio de España, que es una de la competencias motociclísticas más famosas y si tienen que doblar derrapan en las esquinas.
La modernidad, el mundo globalizado y la tecnología nos ha acercado otro fenómeno humano novedoso: todos aquellos que caminan mirando un teléfono. No se fijan por dónde van, ni quien viene de frente, ni que obstáculos tiene el camino, van en forma zigzagueante hablando con alguien lejano, riéndose de memes que inventan los nuevos creativos de las redes o mandando un mensajito con la teclas de su aparato. Es decir: caminan con las manos y le dejan toda la responsabilidad del tránsito a aquellos que con ellos se topan. Van para ser esquivados. Son los autistas de lo pedestre.
Ya las veredas no son lo que eran, portadoras de distancia, ahora son, portadoras de peligros. En fin, caminar nunca mató a nadie, pero ¿Para qué arriesgarse?