Aproximadamente quince mil personas recorriendo las principales arterias del centro de la capital mendocina y otros cientos en los departamentos de la Provincia, a media tarde de un día laboral contradicen cualquier diagnóstico de indiferencia, abulia o apoliticidad para una Mendoza con una historia militante sin estridencias, pero firme en sus intervenciones públicas.
La última marcha por #NiUnaMenos, el miércoles 28 de setiembre fue autoconvocada, multitudinaria y polifacética. Los tres femicidios ocurridos de manera sucesiva, en un lapso de tan sólo 48 horas, sacudieron a la sociedad en pleno obligando a un replanteo urgente, denunciando a los responsables de ejecutar las políticas públicas por inacción y llamando a un movimiento conjunto de demanda en las calles, los medios y ante el Estado.
Como sabemos, la primera gran expresión pública de repudio y reclamo por los femicidios en Argentina fue el 3 de junio de 2015. Aquella concentración inaugural por #NiUnaMenos encontró a la mayoría de las plazas del país diciendo basta a la violencia machista y politizando una problemática no siempre percibida como algo político.
La violencia contra las mujeres es estructural a nuestras sociedades patriarcales en tanto se relaciona con la desigual distribución de poder entre los géneros. Por lo mismo, no es un asunto privado ni íntimo. Su carácter social y generalizado indica que el problema es político y social y que requiere prevención y políticas públicas por parte del Estado.
Alrededor del 80% de las víctimas tiene un vínculo conocido con su agresor, que puede ser un ex esposo, un ex novio, el marido, la pareja, el novio, el padre, el hermano, un hijo. Es decir, puede existir eventualmente una agresión callejera, por supuesto, pero el índice de mayor vulnerabilidad se encuentra en el círculo más cercano de las mujeres agredidas.
En los últimos años hubo avances legales concretos que amplían el goce de derechos para amplias franjas, históricamente postergadas.
Así, las denominadas ley de identidad de género y ley de matrimonio igualitario, entre otras varias, como la de educación sexual integral, la de salud reproductiva, la de ligadura tubaria, la de educación nacional, han sido las consignas más enarboladas por los diferentes colectivos y espacios políticos, en tanto respondieron a demandas largamente batalladas.
Sin embargo, es la ley 26.485 de Protección Integral para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra las Mujeres, conocida como ley de violencia contra las mujeres, la norma más trascendente a largo plazo para la ciudadanía de las mujeres.
Sancionada en 2009, contempla cinco tipos de violencias (la física, la psicológica, la sexual, la económica y la simbólica) y seis modalidades (doméstica, institucional, laboral, contra la libertad reproductiva, obstétrica y mediática) y cambia el paradigma bajo el cual se entiende el asesinato de las mujeres por el solo hecho de ser mujeres.
La antropóloga argentina Rita Segato indica que un femicidio es un “castigo o una venganza contra una mujer que salió de su lugar, de su posición de subordinada”.
Cuando la ley de violencia contra las mujeres refiere a la necesaria capacitación de docentes, de los profesionales del derecho, de los servicios médicos, ilustra cabalmente cuánto hemos avanzado en la comprensión de la necesidad de una participación comprometida de todos los actores.
La 26.485 es una ley que habla de acceso a la justicia de las mujeres que padecen violencia, de políticas públicas específicas, de asistencia integral y de educación sexual como forma de prevención fundamental.
Ahora bien… entre los avances legales y los hechos reales se abre una ancha hendidura donde las mujeres y la violencia que padecen perpetúan una desigualdad que, traducida a números, muestra que en Argentina muere una mujer cada 30 horas por violencia machista.
¿Qué nos distancia de aquel #NiUnaMenos de 2015 que abriera paso a una nueva expresión masiva de repudio a la violencia extrema contra las mujeres? En este último año, Mendoza fue protagonista de varios femicidios que sacudieron su modorra andina.
Mujeres jóvenes pertenecientes a diferentes clases sociales fueron asesinadas por la violencia machista y esto hizo que las expresiones de dolor, bronca, rechazo, enojo e indignación social se hicieran presentes en diversas ocasiones.
En primera instancia puede pensarse que nada ha cambiado y que, a pesar de las leyes y de la visibilización de la problemática, todo sigue igual. Los casos se suceden. Los femicidas aprenden unos de otros recetas para matar. La responsabilidad del Estado termina luego de que la exposición mediática cede.
No obstante, aparecen indicios alentadores, no sólo en el movimiento de mujeres, históricamente luchador y paciente para la consecución de sus conquistas más ambiciosas sino que distintos grupos de mujeres, pertenecientes a diferentes espacios (políticos, barriales, universitarios, sindicales, estudiantiles, científicos, docentes, de derechos humanos, intelectuales, periodistas, etc.) se están organizando y dando lugar a nuevas formas de la política feminista.
Mendoza cuenta hoy con innumerables agrupaciones de mujeres, por dentro y por fuera de los partidos políticos tradicionales, respondiendo al formato de colectiva feminista en sentido estricto algunos, más orgánicos a sus partidos de origen, otros. Lo interesante es que las mujeres, de todas las edades y clases sociales, juntas, traman redes de solidaridad y militancia.
Esto se vio, claramente, en la calle durante la última marcha por #NiUnaMenos. Se escuchó en las consignas con que se enunció la problemática en los discursos. Quedó sentado, otra vez, cuando al ser acusadas de provocar la revuelta hacia el cierre del encuentro, organizadas, respondieron al Estado y a los medios.
La historia muestra que las mujeres participan en los ciclos ascendentes de las revoluciones y luego son convocadas, nuevamente al orden. Aconteció de este modo, por ejemplo, durante la revolución francesa. Sucedió en nuestras guerras de independencia.
Actualmente, vivimos un nuevo llamado al orden, un retorno al hogar, al modelo tradicional de esposa amorosa, vigía del hogar y el marido, objeto también decorativo en el marco del estereotipo de la madre moderna.
Luego de varios años de ampliación de espacios laborales novedosos, de acceso de sectores sociales postergados a la educación, de conquista de nuevos derechos para las mujeres y los colectivos de la diversidad sexual, de promoción de un tipo de ciudadanía más inclusiva, hoy, los modelos proyectados como ideales vuelven a ser los del retorno al hogar, los de la vuelta a un cierto orden tradicional de reclusión para las mujeres.
A esto, las mujeres parecen responder con organización y acción. Las mujeres salen a la calle a decir que no quieren más violencia sobre sus cuerpos. Responden, hablan, marchan, discuten, debaten en el espacio público y siguen organizadas.
Nuevas generaciones de mujeres junto a mujeres con una larga experiencia de militancia, organizadas, se vuelven poderosas. Son las mujeres de la desobediencia y la autonomía. Son las mujeres de los nuevos derechos que han entendido que ellas no son lo particular y van por más.