Llegó el acuerdo con los afectados por el recorte presupuestario del Conicet. Nada que decir sobre una negociación llevada por los representantes de los sectores que perdieron sus fuentes de ingresos. Sin embargo, capítulo aparte merecen algunos dichos de ciertos divulgadores de noticias. Sobre todo los de aquellos que se refirieron explícitamente a una de las cuatro grandes áreas de conocimiento del Conicet: humanidades y ciencias sociales. El tenor de las opiniones sobre las investigaciones me hizo recordar un bellísimo libro de un maestro rural, José María Firpo, quien durante años recogió lo que sus alumnos de escuela primaria, en Uruguay, dijeron o escribieron como parte de las tareas que les asignaba.
El libro en cuestión lleva por título “¡Qué porquería que es el glóbulo!”, una frase tomada de uno de los niños que la escribió luego de tener que estudiar el sistema circulatorio (evidentemente la ciencia dura no era su fuerte). La frase me vino a la memoria porque las opiniones sobre las investigaciones en humanidades y ciencias sociales que se han vertido son tan elementales como la del niño, con la diferencia de que el niño provenía de una escuela rural y su sincera opinión sobre el “glóbulo” lo exime de toda reprensión, en cambio las otras, las de los comunicadores que están al frente de medios de comunicación masiva, con la enorme responsabilidad que ello implica, adquieren un tenor que nada tiene que ver con la inocencia o la sinceridad sino con la ignorancia, en el mejor de los casos.
Nadie podrá decir que es capaz de desarmar un celular, dejar desparramadas todas sus piezas y luego volverlo a armar y además que funcione, salvo que sea alguien que sabe hacerlo porque se ha preparado para ello. Lo mismo se podría decir de un reloj, un satélite o una represa. La mayoría de las personas desconocemos cómo funciona el mundo tecnológico. Aceptamos versiones más o menos convincentes para luego dejar de preocuparnos por cómo funcionan (cuando lo hacemos) y dedicarnos simplemente a hacer uso de los artefactos con los que convivimos diariamente. Si la esencia de las cosas coincidiera con la superficie que se presenta ante nosotros, la ciencia sería innecesaria, dijo, palabras más palabras, palabras menos, un filósofo hace ya tiempo. Todos podríamos ser científicos por el hecho de tener acceso al conocimiento de las cosas nada más que prestando un mínimo de atención.
Pero por desgracia el mundo sensible no es todo el mundo, es apenas una parte, a veces ni siquiera eso, y lo peor quizás es que se trata de lo menos importante en ciertos momentos. Al parecer, construir un satélite o descubrir una vacuna se justifica por sí mismo, por el alto grado de repercusión que tiene para una comunidad, pero descubrir por qué las sociedades se comportan de una manera o de otra no posee el mismo grado de contundente justificación. ¿Por qué esa diferencia? Al fin y al cabo una sociedad no deja de tener, si no leyes tan incontrastables como la de la gravedad, al menos patrones, continuidades, discontinuidades, puntos de fuga que la mera observación superficial no arrojan ningún resultado satisfactorio. Si alguien estudia el Billiken, la célebre y en cualquier momento centenaria revista de los niños, lo hace no porque se ha infantilizado su mente ni porque lo mueva la banalidad sino porque está interesado en los procesos educativos de la Argentina y cómo una publicación destinada al mundo infantil que se alfabetiza puede seguir reproduciendo modelos identitarios o factores formativos que deben quizás cambiarse, actualizarse o reafirmarse, según la perspectiva con la que la investigación encara su tarea.
Estudiar una idea, un movimiento político, una obra de arte, en suma, todas aquellas dimensiones del hombre que quedan por fuera de la ciencia aplicada, no significa “dilapidar” recursos, como se ha dicho. Implica, por el contrario, alertar sobre caminos posibles para evitar otras dilapidaciones que afecten directamente a los individuos de una comunidad. Una idea, una novela, una obra de arte son entidades que no tienen una repercusión automática en la sociedad, (por qué tendrían que tenerla) pero se instalan en ella y permanecen ahí sin mayores incidencias hasta que alguien las recoge y “hace” algo con ellas. Unos meses atrás me enteré que en Rumania existió un grupo llamado los “Jóvenes Borges” durante la dictadura de Nicolae Ceausescu. Adoptaban los cuentos borgeanos que mostraban un mundo laberíntico para describir y tratar de entender el que vivían, bajo las peores condiciones sociales y culturales. Jorge Luis Borges jamás hubiera imaginado que su cuentística podría tener tamaña “desviación”.
La civilización lleva en sí misma su propia pulsión destructiva. Lo sabemos mejor gracias a quien hacía ciencia, no con “cosas” sino con conjeturas, pero las muestras del acierto están a la vista. No es fácil encontrar una ciencia para la paz en las sociedades más desarrolladas (la industria armamentística es una de las más rentables y aprovecha todo saber científico a su alcance). No con ello pretendo rechazar el desarrollo fáustico de la ciencia aplicada durante la modernidad. Quiero decir que estudiar, investigar sobre aquellas otras entidades que se instalan en el mundo sin mayores pretensiones, como ideas, creaciones verbales, obras de arte y tantas más, es una de las tareas primordiales de los que estamos en el área de humanidades y ciencias sociales con el fin de mitigar esa tendencia autodestructiva de la sociedad. Creer lo contrario es pensar que el “glóbulo es una porquería”.