Cuando murió el cerezo del patio trasero se desvaneció todo mi orgullo Samurai. Toda la vida que levanté durante cincuenta años amenazaba ahora con desplomarse. Ese árbol fue mi padre, mi maestro.
Aprendí a usar la katana y el wakisashi en frente de él; aprendí la gracia de los movimientos, la disciplina de las artes marciales; aprendí las vicisitudes del Bushido y a escuchar la voz del viento bajo su grave figura.
Ahora, en la última tarde, siento como laten mis viejos recuerdos y como se avecina una negra tormenta. Estamos en la era Meiji. Ya llegan los occidentales con sus armas de fuego, ya llega su horrible cultura y su hedor a muerte.
Hombres como yo no tienen lugar en este nuevo Japón. El Samurai ha muerto y ya no soporto esta vergüenza. Es hora de terminar con esto, es hora de realizar el acto final.
El hombre se levantó, hizo una danza ritual, pronunció unas palabras y al cabo de unos segundos desapareció por completo.
Un año después, en la siguiente primavera, el cerezo estaba radiante y con hermosas flores blancas por todos lados.