“Mainhattan”, le dicen al corazón de Frankfurt, en un juego de palabras que involucra al local Río Main (Meno, en castellano) y al distrito neoyorquino de Manhattan. No hace falta un doctorado en metrópolis para entender la analogía. Sobre todo cuando ya desde lejos, uno contempla la pluralidad de rascacielos que le definen la silueta a la ciudad del centro-sur de Alemania, y calla.El que habla es el músculo de Europa, de cuya “Capital Financiera” brotan esos refucilos de cemento, vidrio y abundancia; de tanto banco (el Central Europeo y el Central Alemán entre ellos), de tanta Bolsa de Frankfurt (de las más importantes del globo), de tanto flujo monetario dando vueltas.Notable la postal, que expone belleza y poder en partes iguales.
Sin embargo, aquella figura algo impropia del viejo continente también comparte calurosos veranos e inexpugnables inviernos con joyas históricas, con arquitectura más acorde a las latitudes que puebla. La de una urbe que supo coronar a destacados reyes de la edad media y allende, hacer a las musas del gran Goethe y engendrar, vaya paradoja, a una de las corrientes marxistas de mayor ascendente en la filosofía moderna.
La Frankfurt del pasado
Alucina el viajero al ingresar a la ultra gótica Catedral de San Bartolomé (siglo XIV) y recibir la descarga de los tiempos. Reminiscencias de cuando aquí llegaban los emperadores del Sacro Imperio Germánico y en poses de deidad eran coronados y elevados hasta los cielos. Ya entonces Frankfurt representaba un punto estratégico en Europa, y se perfilaba para marcar épocas.
Esas sensaciones de aceros y reliquias, acompañan también en la Iglesia de San Pablo, y fundamentalmente en el Römerberg. La plaza principal es un homenaje al Medievo, gracias a la delicada línea de edificios de tejados a dos aguas (bien teutones), la iglesia de San Nicolás, el propio Römer (ayer y por aproximadamente 600 años hogar del Ayuntamiento) y la Fuente de la Justicia. Durante 12 siglos la explanada alojó mercados, ferias, ejecuciones públicas y hasta torneos de caballeros.
Hoy, ayuda a que paisanos y foráneos disfruten el solcito y la encantadora panorámica cerveza en mano. Los primeros con la naturalidad de quien acostumbra orden y pulcritud urbana desde la cuna. Los segundos, con lógica incredulidad.
Después, la visita a los íconos antiguos continúa de la mano de la espectacular y casi completamente reconstruida Casa de la Ópera (uno de los edificios más castigados por los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial), la Biblioteca Nacional y la Casa-Museo de Goethe, el autor de Fausto y emblema de la literatura germana. Este tridente cuenta por sí solo del trascendental rol que la cultura juega en la cabecera de la región de Darmstadt.
Confirma el dato la Feria del Libro de Frankfurt (la mayor del mundo, se realiza en octubre), la Plaza de Adorno (dedicada al teórico de la Escuela de Frankfurt, una de las corrientes filosóficas de izquierda más estudiadas en las universidades occidentales) y el Museumsufer, continuo de 15 museos estacionados en ambos márgenes del Río Meno.
El sueño de Carlomagno, todopoderoso Emperador de Occidente que dio un fuerte impulso al arte y la educación en la oscuridad del siglo VIII. Al padre del Imperio Carolingio, que vivió aquí varios años, se le recuerdan los méritos con una estatua empotrada en el casco céntrico.
La Frankfurt del futuro
Lo que distingue a Frankfurt de las demás metrópolis europeas, es que lo moderno y lo añejo lo tiene muy mezclado en la médula urbana. El ya citado perfil de rascacielos onda Norteamérica, convive con la Europa visceral del portfolio gótico, barroco y clasicista. Uno y otro talante respiran juntos, sinérgicos, en el mismo barrio. El escenario es insólito.
Vengan los colosos espejados a levantar la mano entonces. La Comerzbank Tower lo hace rauda a partir de sus 260 metros de altura, invadiendo las nubes del Estado de Hesse con su diseño entre galáctico y elegante. Cerquita surge la Maintower, que en realidad son dos torres pegadas: una cúbica, la otra circular (tiene un mirador abierto a los turistas en la cima), ambas imponentes.
En tanto, la Eurotower sobresale en base a una fachada vanguardista, pero más merced al capital simbólico que abrigó por años: ser sede del Banco Central Europeo. Lo deja en claro un enorme y petulante logo del Euro (el mismo de los billetes), que decora los jardines. El nuevo edificio de la entidad habita desde marzo de 2015 en un sector alejado.
El conjunto se aprecia de maravillas en la Plaza Hauptwache (muy abierta a las panorámicas) y en los barquitos que surcan el Meno cargados de visitantes. El paseo fluvial, además, sirve para sentar cabeza, hilvanar el repertorio, y agradecerle a Frankfurt la variopinta experiencia.
Botelleros del primer mundo
Desde hace décadas, el de Frankfurt es uno de los aeropuertos con mayor tránsito de pasajeros del planeta. Combina aquello con las dimensiones del gigante, que ocupa una superficie de 20 km2, corporizando una pequeña ciudad interconectada por autobuses.
Hombres y mujeres de los cinco continentes caminan sus instalaciones en colorida pintura. Mientras el viajero, típico en él, se pasa las horas mirando las pantallas, imaginando próximas aventuras a medida que aparecen los destinos: Bahrein, Mongolia, Sri Lanka, Tayikistán, Namibia, Etiopía, Armenia, Suecia, Islandia, Bulgaria, Canadá, Cuba, Jamaica… las dos terminales conectan con casi una centena de países.
La fantasía es interrumpida por un joven rubio y de ojos celestes, bien vestido, que recorre los basureros en busca de latas y botellas. Ante la consulta, el estudiante alemán responde en un inglés de academia, y explica que así se gana la vida. Dependiendo el material, le darán entre 10 y 25 céntimos de euro por pieza. Lleva una bolsa repleta, símbolo inequívoco de que la cosecha ha sido buena. Parecida es la imagen que se da a la vera del Río Meno, pegado al casco céntrico. Allí, un hombre entrado en años explora cestos atentos a los dichosos envases. Igual que el púber del aeropuerto, se comunica con el extranjero en inglés, al tiempo que continúa removiendo los desechos con destreza quirúrgica. Cuenta el viejo que entre lo que le genera la actividad y el subsidio que el Estado alemán le paga por no tener un trabajo en blanco, probablemente gane mejor que cualquier empleado de comercio. Lo que se dice, botelleros del primer mundo.