Con su independencia, Estados Unidos quiso ser la Nueva Inglaterra y lo logró porque Gran Bretaña era una potencia en ascenso. San Martín quiso con nuestra independencia hacer la nueva España en América, pero siendo España una potencia en decadencia, lo que se impuso fue la vieja España o, mejor dicho, no pudimos hacer ninguna nueva.
La generación constituyente post-rosista, decepcionada del hispanismo, quiso que fuéramos aliados de Inglaterra o que fuéramos los Estados Unidos del sur, para ser como ellos. Dos anhelos desmesurados que no podíamos ser porque no éramos así. Pero sin embargo, fue tan extraordinaria la voluntad y la tarea ciclópea de esa clase dirigente excepcional, que de alguna manera logramos serlo en parte, aunque no hayan venido inmigrantes anglosajones para traernos su cultura como ellos querían. Claro que logramos serlo sólo la medida en que se podía ser. No fuimos ni Inglaterra ni EEUU ni Europa, pero fuimos otra cosa distinta al resto de Latinoamérica. Un experimento raro con fachada europea y profundidades americanas. Pero que alcanzó una potencia colosal con la generación liberal, tan inexplicable y portentosa como lo fue luego el modo en que nos detuvimos. Llegamos a la grandeza y a la decadencia sin haber pasado por instancias anteriores inevitables para ser grandes o decadentes. Y eso nos marcó para siempre. Esa fue y sigue siendo nuestra real identidad, aunque aún seguimos sin aceptarlo. Somos un país con gente igual a la de cualquier otro, pero con un modo muy especial de desarrollo (o de no desarrollo) que no encaja en los modos generales. Así lo admiten todos los de afuera que nos conocen y nos estiman. No nos ha sido dado sintetizar los dos países que creemos que somos o que uno se imponga sobre el otro, como ha ocurrido en casi todos lados. Por eso vivimos con los dos sin poder entenderse y sin ninguno poder imponerse. Y ese empate estratégico impide que avancemos. Nos tiene detenidos en el tiempo.
Los dos modelos tienen una fuerza tan poderosa que ninguno puede vencer al otro aunque sigan queriendo derrotarse. Aún, después de 70 años, de tanto en tanto surge una ola antiperonista que quiere borrar al peronismo de la Argentina porque lo ve como la causa primigenia de todo mal. Del otro lado, el peronismo casi siempre intentó borrar del país al “demoliberalismo burgués”, lo que el kirchnerismo llevó a niveles siderales de delirio.
No obstante, por abajo, la síntesis se fue haciendo sola sin que nadie la aprovechara políticamente para integrarnos en un solo país. El modelo liberal con educación e inmigración creó el Estado nacional. El modelo nacionalista con producción y consumo integró al Estado a amplios sectores que hasta entonces no accedían a la movilidad social o al reconocimiento político de su identidad.
Sin embargo, seguimos ideologizando las diferencias históricas aunque en los hechos ya no se puede distinguir una Argentina de la otra. Se trata de un gran malentendido porque todos poseemos dentro de cada uno de nosotros, las dos identidades que siempre nos dividieron. O ya no tenemos ninguna de ambas, lo mismo da. Lo cierto es que somos indiferenciables, aunque aún así nos negamos a encontrarnos. Por eso siempre hacemos más o menos lo mismo, porque seguimos discutiendo de lo mismo.
Muchas de las ideas económicas que se aplican en la Argentina, en otros sitios dan resultado, pero acá no porque la cuestión política la impide. La idea de la refundación permanente, de querer ganar una guerra que ninguno de los bandos podrá ganar pero que seguimos peleando como siempre.
Simplificando identidades, hoy somos todos tan liberales como peronistas, en realidad lo fuimos desde mucho tiempo atrás, incluso desde antes que naciera el peronismo, con los movimientos previos que se le parecieron. Y lo vamos a seguir siendo aunque no lo aceptemos. Habrá que crear el colchón básico donde sustentar nuestra diferencias, no pretendiendo el consenso absoluto que ningún país tiene pero sí el contrato social básico de la convivencia, que sólo Argentina y muy pocos otros no pueden encontrar, al menos entre las democracias. Por eso en este país aún hoy cualquier aventurero puede crear una grieta de la nada solamente con proponérselo. No obstante, las diferencias entre los programas de gestión que concreta cada gobierno siempre son infinitamente más pequeñas que las cosmovisiones que armamos para justificar ser apenas un poco más estatistas o un poco más privatistas.
El drama político mata toda posibilidad de conciliación y se expresa económicamente en crisis que destruyen todo lo que se intenta. Lo que a Bolivia desde el estatismo de izquierda o a Chile desde el liberalismo les sale bien, acá siempre falla, elijamos uno u otro. Lo hagamos desde el peronismo (que con Menem y Kirchner intentó ambos y falló) o fuera de él. Hoy el macrismo expresa de forma contundente esa imposibilidad más allá de los errores de gestión o de las herencias recibidas. Es la imposibilidad nacional que al peronismo le permite terminar presidencias y a los no peronistas aún no, pero que hace que fracasen siempre los dos.
Hay que dejarse de jorobar con eso de acabar con setenta años de peronismo. O con eso de que el único que nos puede gobernar es el peronismo. Son dos falacias. Falsas de toda falsedad, porque al peronismo no se lo va a poder borrar, pero por más que termine gestiones siempre nos deja un poco peor, mientras los otros nos dejan peor por no terminar.
Hay quienes quieren que no quede un solo ladrillo que no sea peronista, y otro que no quede un solo ladrillo que sea peronista. Crónica de facciones excluyentes que es una cicatriz que viene desde la más profundo de nuestra historia y que apenas aparece un aprendiz de brujo la reabre con facilidad y después cuesta mucho cerrarla. Y así no se puede continuar nada. Toda la culpa es siempre del anterior.
Nada de lo que decimos significa acabar con las diferencias. Sólo implica entender que vamos a tener que convivir todos juntos y que será casi imposible que las dos ideas que se viven enfrentando, una se imponga sobre la otra. Nacimos así y somos así. No pudimos ser la nueva Inglaterra ni la nueva España. Quizá quien mejor lo intuyó fue Sarmiento cuando habló de Civilización “y” Barbarie, en vez de Civilización “o” Barbarie. Somos todos ambas. Facundo y Sarmiento. Roca y Perón. Aunque sean identidades antagónicas desde el origen y aunque no esté en nuestra genética faccional, habrá que integrarlas. Primero porque no se puede eliminar ninguna y segundo porque ya no producen diferencias en la práctica.
En síntesis, hoy somos todos las dos cosas (y quizá lo hayamos sido siempre) pero no lo sabemos y si lo sabemos no lo aceptamos. Y mientras no lo sepamos o no lo aceptemos, seguiremos con estas discusiones bizantinas, medievales. Debatiendo sobre un país que ya no existe más mientras que el país real navega sin que nadie lo conduzca. Sin timón ni capitán, las dos grandes cuestiones de que debería ocuparse la “nueva” política en vez de intentar seguir administrando sin cambiar, lo que ya es imposible de administrar si seguimos igual.