Está de más decirlo: toda lista de lo mejor o lo peor tiene tanto de capricho como de jactancia. Hay que decir lo que uno vio (o leyó, o escuchó) y qué de todo eso le pareció, por razones bien fundadas, lo más destacado.
Se da por hecho que nadie puede ver (o leer o escuchar) todo lo que se produce, y que acaso en lo que se quedó afuera estén acechando mil listas análogas pero diferentes a la que uno ofrece.
Pero hay que elegir y de entre las películas estrenadas este año, los periodistas de Estilo se decantan por un selecto grupo de cintas muy diferentes, de estilos diversos pero con una sola cuestión en común: dejan al espectador la sensación de que van a persistir por mucho tiempo en la memoria.
De entre todas las películas que nuestros periodistas vieron este año, destaca entre ellos, por unanimidad, una cinta argentina que se basó en un libro concebido, acaso, entre las paredes desde donde este mismo diario se escribe: Zama, la fabulosa película de Lucrecia Martel basada en la novela de Antonio Di Benedetto.
¡Huye!
Un joven fotógrafo afroamericano, Chris (Daniel Kaluuya), va a reunirse con los padres de su novia blanca (Allison Williams) y ambos viajan un fin de semana a esa casa paterna del siempre conservador Medio Oeste estadounidense, “el perfecto vecindario blanco”, sin duda, una reimaginación del clásico de Ira Levin The Stepford Wives.
Después de conocer el trato “progre” y liberal de Missy y Dean (Catherine Keener y Bradley Whitford, respectivamente) y el hermano de su novia, el inquietante Jeremy (Caleb Landry Jones), eso de “¿Adivina quien viene a cenar?”, se cambia a una sesión de hipnosis involuntaria (su suegra es hipnoterapeuta) y Chris queda atrapado en una pesadilla.
Aunque llena de referencias cinéfilas (especialmente del cine de terror de los 70), el debutante Jordan Peele consigue un filme de terror sólido, con una dosis de humor muy negro repleto de sarcasmo, sátira y simbolismos racistas que sirven para tejer una astuta y ácida crítica social. Nunca un culto desquiciado había sido tan abrumadoramente expuesto en el cine. / Pablo Pereyra
The Square
Encumbrada con la última Palma de Oro del Festival de Cannes, The Square se popularizó rápidamente por su curioso planteo: satirizar el mundillo del arte contemporáneo.
Pero los que fuimos a verla, sin embargo, nos encontramos con un filme mucho más amplio, puesto que esta película de Ruben Östlund (Suecia) es un síntoma del mundo actual. ¿Por qué? Porque nos lo muestra, pero sin radiografiarlo, en sus aristas más individualistas, más tecnópatas, hipócritas, obsesivas y absurdas. Todo esto se ve en el protagonista, un galerista escandinavo, y la “fauna” que lo rodea.
El arte es, digamos, la excusa de partida para mostrar al animal contemporáneo que somos.
The Square llamó tan bien la atención de la crítica que le dieron el premio cinematográfico más importante de Europa. Y la cosa no queda acá: es una de las favoritas para alzarse con el Oscar a la Mejor Película de Habla no Inglesa, el próximo 4 de marzo. Ya es, sin dudas, una de las películas del año. / Daniel Arias Fuenzalida
Dunkerque
En la historia del cine ninguna película bélica había sido abordada como lo hizo el director Christopher Nolan: tres puntos de vista y tres tiempos diferentes que convergen en un monumental espectáculo visual. Nolan se olvida de la batalla de mayo de 1940 y se concentra en la evacuación posterior de 400 mil soldados aliados varados en las playas francesas. El acto de supervivencia es el corazón de la narración.
Casi sin palabras, con el enemigo aéreo y terrestre al acecho (una fuerza abstracta, inmensamente poderosa), un puñado de soltados intenta escapar en embarcaciones hundidas una y otra vez; en el aire; tres Spitfire se van quedando sin combustible, mientras una embarcación pesquera se arriesga sobre aguas peligrosas para intentar rescatar a soldados náufragos.
Son 106 minutos de estallidos sonoros, furia, miedo y desesperación. Dunkerque es una experiencia imponente y abrumadora. No le hace falta mostrar cuerpos descuartizados. Su filme es sobre el miedo de ser pisoteados por una fuerza desproporcionadamente fuera de cualquier comparación. / Pablo Pereyra
Paterson
La clásica distinción entre el “cine de poesía” (encarnado, de manera paradigmática, por Pier Paolo Pasolini) y el “cine de prosa” (ejercitado y defendido por Éric Rohmer) encuentra una inesperada síntesis en esta cinta del maestro estadounidense Jim Jarmusch (Bajo el peso de la ley).
La cinta tiene como centro al chofer de micros Paterson (Adam Driver), que maneja el colectivo 23 Paterson y vive en una ciudad llamada Paterson.
El film se construye como un diario personal de una rutina constante y calma: la de trabajar, asir con plácida avidez los sucesos cotidianos y, a la noche, volver a casa, leer, escribir versos y sacar a pasear al perro.
No por nada, la poesía que escribe Paterson se parece a la de uno de sus autores admirados, William Carlos Williams, quien supo alguna vez convertir en un poema (Sólo quería decir) lo que pareciera un post it: "Me comí / las cerezas / que estaban en / la heladera // probablemente las habías / guardado / para el desayuno // Perdóname / estaban deliciosas / tan dulces / y tan frescas". En Paterson, Jarmusch también consigue que lo prosaico se convierta en poético. / Fernando G. Toledo
Zama
Después de nueve años, Martel regresó a la dirección para entregarnos “la película de la espera”. Para los lectores de la novela de Antonio Di Benedetto la expectativa era enorme: ¿cómo haría para mostrar la desintegración de Diego de Zama en esa kafkiana colonia de la triple frontera? Conociendo la gestación de la novela, palpitábamos que ella comprendería.
Crecida en provincia, como Di Benedetto, podía sospechar el trasfondo visceral de la historia. Aquella angustia infinita de esperar el traslado a un “centro”, la insatisfacción, el barco que nunca llega... Claro que entendió la gran crítica de Zama: esa espera es fútil, un gran error. Sólo el hombre que no puede crear experiencia con su entorno se encorseta en imponer las reglas de un poder que ni siquiera lo tiene en cuenta.
Alrededor de ese protagonista esperpéntico, Lucrecia se concentró en los otros, casi con un registro documental: los silenciosos, los tribales, los fugitivos, las mujeres. Todos extrañamos al Niño Rubio. Pero Lucrecia supo desde el principio que no haría una película para contentar a los lectores. “No voy a usar la imagen del mono en el remolino”, aclaró de entrada.
Con detalles (las pelucas mal puestas, el negro con chaqueta y taparrabo) logró dejar en claro que no hay nada más deforme que querer implantar un “orden” en una complejidad cultural. Y con la gran participación de las comunidades originarias en el filme, logró momentos de magia visual conmovedora. Los nativos, los que sí crean experiencia con su entorno, son para el forastero como una alucinación incomprensible. Hasta que, finalmente, son su único barco.
Por esto y por muchas cosas más, la Zama de esta rara avis que es Lucrecia Martel acumuló críticas excelentes en Argentina y en el exterior, y fue elegida por el país como su representante para la próxima edición de los Oscar. Y si bien quedó fuera de los premios de la Academia sí competirá por los Premios Goya en febrero.
Además, especialistas de todo el mundo la colocaron entre las cuatro mejores películas del año. En ese puesto figura en la tradicional encuesta organizada por la prestigiosa revista Sight & Sound, que es editada por el British Film Institute (el Instituto Británico de Cine).
La revista dice que Zama es "un trabajo inquietante, que cala hasta los huesos". Y cita las palabras de María Delgado, catedrática de teatro y artes cinematográficas de la Queen Mary University de Londres: "Zama fue mi película del año. La paleta de colores saturados –casi putrefactos–, su diseño sonoro exquisitamente estratificado y sus actuaciones extraordinarias, que van desde lo austero al grotesco, confirma a Martel como una de las directoras más personales en actividad hoy en día". / Mariana Guzzante