En octubre pasado, Mendoza Capital quedó fuera del concurso de ciudades maravillosas. Quien haya viajado por el mundo y conocido otras ciudades, capitales o no, de otros países, sabe que ese concurso -si era serio- no podía terminar con Mendoza como una de las 7 ciudades maravillosas del mundo. No lo ha sido nunca y tampoco está en condiciones de serlo en lo que respecta a logros y calidad de vida urbana.
Por más que el marketing político, como prestidigitador de pueblo, haya usado este orgullo mendocino para hacernos ver lo que no era o querer dar un salto más largo que el que dan nuestras piernas.
La vanidad pueblerina exacerbada ha sido catalogada como “campanilismo” en Italia o como “esprit de clocher” (espíritu de campanario) en Francia. Ambas expresiones remiten al mismo fenómeno que es el fervor desmesurado por el campanario del pueblo o “paese”. Una suerte de chauvinismo no del país sino del pequeño terruño. Como todo nacionalismo desmesurado, se vuelve irracional, no acepta contraargumentos ni dudas. Una lógica que parte del supuesto de que quien no comprara todo el paquete de “maravillosa” no amaría su ciudad. Al contrario, podemos quererla aún con sus limitaciones.
En la Baja Edad Media, en Europa, las ciudades competían entre sí por el tamaño de sus catedrales o por las reliquias de santos que estas imponentes catedrales cobijaban. Obviamente, estas reliquias no eran de santos locales, sino que se organizaban verdaderas expediciones en la búsqueda de osamentas de santos o de evangelistas vinculados al cristianismo primitivo. De allí que los presuntos restos de los Reyes Magos están en la catedral de Colonia, el sudario de Jesús, en Milán, los huesitos de San Marcos, el evangelista, en Venecia, o Santa Lucía, aquella mártir siciliana a quien le arrancaron los ojos, también en la iglesia dedicada a dicha Virgen en la ciudad de los canales.
En tiempos más recientes, sobre todo en el siglo XIX, las catedrales fueron reemplazadas por las llamadas Exposiciones Universales y los edificios o monumentos que de ellas quedaron en las ciudades organizadoras. La Torre Eiffel de París fue lo que quedó de la Exposición Universal de 1889, organizada para festejar el primer centenario de la Revolución Francesa. Londres, Chicago, San Francisco, etc., conservan testimonios de aquellos grandes acontecimientos de marketing citadino.
Para ciudades como Mendoza, que no atesora ejemplos arquitectónicos ni monumentos anteriores al terremoto de 1861, salvo las ruinas de San Francisco (ex templo de los Jesuitas), se le hace difícil competir en este duro marketing de ciudades, muchas de las cuales ya son Patrimonio Mundial declarado por la Unesco.
Los mendocinos habituados a viajar al país trasandino y visitar su capital, Santiago, o las veraniegas Valparaíso o Viña del Mar, no dejan de asombrarse y comentar sobre la arquitectura contemporánea de dicho país. Mendoza, en la comparación, no sale beneficiada.
La presunta limpieza de la ciudad, baluarte de la primera gestión del ex intendente Fayad, podría haber sido, por entonces, una novedad entre las ciudades argentinas, pero hoy es la realidad cotidiana de muchísimas ciudades hermosas y organizadas del mundo.
Para ser hay que ser diferentes
¿Estamos fuera de cualquier competencia entonces? No necesariamente. Pero no busquemos estos valores diferenciales en la calidad de nuestra arquitectura (el arquitecto Ramos Correas decía al respecto que la ciudad se veía más linda de lo que era porque los árboles escondían su edilicia urbana); en la calidad y mantenimiento de nuestros monumentos y museos, o de nuestros espacios públicos. Este cuidado ya se toma como una premisa de cualquier ciudad moderna. Una condición necesaria pero no suficiente. Tampoco en la traza de la ciudad en damero, ni en la imaginaria y mítica ciudad posterremoto (1863).
A mi juicio deberíamos irnos hacia atrás, más allá del terremoto, detrás de la fundación española y buscar en aquel pequeño asentamiento huarpe, vinculado a la porción más austral del Imperio Incaico, la posibilidad de mostrar al mundo algo que no existe en muchos sitios y que es su sistema hídrico de acequias urbanas que ha perdurado desde hace cinco siglos de manera ininterrumpida. Acequias de riego en las zonas rurales existen en todas las regiones desérticas o semidesérticas del mundo. Eso no nos hace diferentes. A lo sumo nos hace similares a otras culturas de regadío del mundo. Lo que nos hace diferentes y únicos son nuestras acequias urbanas.
Cultura o educación
Suele sostenerse como caballito de batalla que los problemas argentinos son de índole educativa. Lamentablemente, son más graves que eso. Nuestro problema es cultural. No la cultura de las secretarías o ministerios de Cultura, sino lo que tiene que ver con los valores y creencias en una sociedad.
Si nuestras acequias urbanas continúan siendo el contenedor a mano para aquellos que no pueden, o no quieren, caminar hasta el próximo basurero. Si las autoridades municipales no colocan más de un portarresiduos por cuadra, no sólo en la Peatonal, que es donde se ven, sino también en el resto del circuito urbano capitalino -combinados también con papeleros en los buses y en los troles-, nuestras acequias están condenadas a ser lo que son: grandes basureros a cielo abierto.
Si todos los que queremos una ciudad con acequias no nos transformamos en “vigilantes honorarios de las acequias”, llamando la atención simplemente de aquellos que las ensucian impunemente; en cuidadores y sancionadores sociales de aquellos que las llenan de basura, residuos de comidas rápidas, bandejas, botellas plásticas descartables; de aquellas amas de casa displicentes que barren las veredas confinando todo lo que la ensuciaba a la acequia inmediata, no hay infraestructura municipal o provincial que dé abasto para limpiarlas.
Sólo cuando los mendocinos internalicemos que las acequias son nuestro gran patrimonio cultural, nuestra casi única carta ganadora para poder aspirar algún día a ser considerados Patrimonio de la Humanidad, logro más duradero que el marketing de una empresa contratada ad-hoc, entonces habremos empezado nuestro camino de mostrar que valoramos y cuidamos lo que queremos que el resto del mundo conozca y valore.
Una vez pregunté a una señora mayor en el muelle del puerto de San Sebastián, en el País Vasco, ¿cómo era posible que, a través del agua, se vieran las piedras del fondo del embarcadero? ¡De tan limpio que estaba todo alrededor! La señora, con mucha sabiduría, me contestó: “Es simple... un ayuntamiento que limpia y un vecindario que no ensucia.
¿Más claro? Echémosle agua y que corra, ahora sí, por limpias acequias.