Por Luis Alberto Romero - Historiador. Especial para Los Andes
Un día volvió Cristina para declarar ante la Justicia. Frente a los Tribunales, la prima donna retirada interpretó durante una hora su conocido rol de víctima, mostrando que conserva la magia escénica. Reunió a su público -no multitudinario pero respetable-, exhibió un aparato de custodia disciplinado y hasta tuvo una cadena televisiva informal. En suma, todo lo necesario para un revival de sus grandes jornadas.
Desde ese privilegiado lugar, Cristina fijó su posición, tan previsible como asombrosa: en tres meses el gobierno de Macri condujo a la ruina a un país hasta entonces próspero y bien gobernado. Luego siguió una semana activa, con muchas reuniones pero con una declinante atención periodística, y finalmente volvió a Santa Cruz. ¿Fue el comienzo de un nuevo ciclo o simplemente una función de despedida? No lo sabemos, pues el futuro está siempre abierto. Pero podemos aventurar alguna hipótesis.
La Justicia, que le ofreció la ocasión ideal para su reaparición escénica, avanza de un modo sorpresivo, amenazando su impunidad y afectando su imagen entre el sector más neutral de la opinión. Esto difícilmente afecte al núcleo duro de sus seguidores, quienes son impermeables a las evidencias y probablemente robustecerán su convicción de que la jefa es víctima de un complot mediático y judicial.
Cristina no vino solo a a fortalecer a los creyentes sino a organizar algo nuevo: un movimiento social y político construido desde abajo.
Convocó a los grupos profesionales favorecidos por su gobierno: artistas, científicos, dirigentes de derechos humanos, con quienes probablemente comparó los beneficios de antaño con las actuales miserias e injusticias. También se acercó, un rato, a los pobres y a los curas villeros.
Todo esto ocupó un lugar menor en su agenda, que se centró en los políticos. En sucesivas reuniones, concurrieron la mayoría del bloque de diputados, la mitad de los senadores y casi todos los intendentes de la provincia de Buenos Aires. Significativamente, los gobernadores no fueron convocados.
Esta despareja asistencia refleja el estado actual, fluido y transicional, del deshilachado Frente para la Victoria y del remozado Partido Justicialista. Entre los asistentes había muchos fieles, otros indecisos y varios bifrontes; muchos concurrieron solo para dar cortés y educada despedida a una jefa jubilada. Algunos, ausentes y presentes, dijeron cosas inimaginables un año atrás: “Cristina no me conduce”, “No creo que su candidatura sea conveniente” o “No me influye mucho lo que haga”.
En otros tiempos, por mucho menos que eso habría caído un úcase fulminante sobre el incauto, pues a Cristina no le temblaba la mano para decapitar al más pintado. La nueva Cristina, en cambio, prohibió que en su presencia se hablara de traidores, un calificativo enraizado en la cultura peronista. En su nuevo papel, imita al Perón del exilio, líder de un movimiento diverso y conflictivo, que conservó su rol papal repartiendo bendiciones urbi et orbe.
La nueva Cristina escuchó a todos y les preguntó qué pensaban, algo no frecuente cuando era presidenta. Además, invitó a cada grupo a organizarse según sus propias modalidades, para confluir en el nuevo movimiento. Pero la antigua Cristina emergió cuando escuchó críticas a La Cámpora, que cortó tajantemente declarando que su jefa era ella.
El futuro de Cristina depende de su capacidad para dar forma a un movimiento que vaya más allá de lo testimonial. En su favor juegan dos factores: la ilimitada fantasía de sus seguidores y el descontento de un mundo popular, quizás indiferente a liderazgos no sustentados en el reparto de subsidios, pero muy sensibles a los avatares de la economía.
La situación actual alimenta el descontento, como lo indica la caída de la popularidad de Macri en el conurbano, y se combina con la debilidad política de un gobierno minoritario en el Congreso. De momento, tomando distancia de Cristina y aislando a La Cámpora, gobernadores, senadores e intendentes reconstruyen el Partido Justicialista y apoyan las medidas de emergencia con una clara percepción de sus propios intereses.
Por ahora se limitan a algunas salvas en homenaje a quienes más sufren las consecuencias del desbarajuste heredado. Pero a medida que se acerquen las elecciones de 2017, estos políticos serán más sensibles al hoy sordo reclamo popular. Allí está la apuesta de Cristina, que espera ver a todos volviendo al redil. Entonces sabremos si este retorno a escena de Cristina conduce a algo consistente o no.
Mientras tanto, la ex presidenta procura transformar la fe de sus seguidores en una organización política. Cuenta con una base: la fantasía de volver a vivir la resistencia peronista de 1955, uno de los más emotivos mitos del peronismo. Una red de variadas organizaciones, con forma de ONG, recaudará los fondos necesarios para mantener a los cuadros militantes. ¿De donde vendrá el dinero? Por ejemplo, de las universidades manejadas por el kirchnerismo.
Dar forma a ese movimiento implica un trabajo de construcción muy complicado. Yrigoyen y Perón, dos presidentes que retornaron desde el llano, lo hicieron muy bien. Cristina no tiene ninguna experiencia, pues llegó al gobierno aupada en Néstor, y construyó su jefatura desde el poder.
Para organizar un movimiento desde abajo se necesita escuchar, tolerar, comprender, ceder, acordar. ¿Sabrá hacerlo? ¿Podrá?
Tras una semana intensa, volvió a su casa a descansar. Pero Santa Cruz ya no es su lugar en el mundo. Mientras la Justicia busca bóvedas escondidas, su cuñada Alicia enfrenta los reclamos airados de trabajadores estatales y de desocupados de las empresas de Báez. Allí no encontrará paz ni reposo.
Sobre todo, hay dudas sobre su resistencia física y su equilibrio mental. Cuando era presidenta, su conducta pública siempre pareció orillar el límite. Recientemente, su acto de baile en el balcón, con la mirada perdida, me recordó la célebre escena de la locura de Lucia di Lamermoor, la ópera de Donizetti. Es solo una impresión, pero la veo más cerca del epílogo que del prólogo.