La reciente protesta del fútbol de ascenso, que paró dos semanas a la B Nacional y durante una fecha al resto de las categorías, incluyendo al Federal A, puso de relieve la necesidad de solucionar problemas evidentes en los ingresos de los clubes, que terminaron justificando el reclamo.
La asignatura pendiente, para todo el mundo del fútbol, sigue siendo la violencia.
La poca concurrencia a los estadios en donde se juega la Primera B, la C y la D pone en evidencia a los organizadores e instala un interrogante: ¿A quién le sirve un fútbol de ascenso al que la gente no concurre, que vende entre 100 y 300 entradas por partido, y que debe lidiar con la violencia fecha tras fecha?
La prohibición de concurrir a los estadios para el público visitante no fue una solución en el ascenso. Fue apenas una aspirina para una enfermedad compleja: las peleas se dan entre las dos o tres facciones que cada hinchada tiene, por más pequeña que sea, y muchas veces esas peleas son a los tiros.
Otras veces, los barras que coparon la conducción de los clubes atacan a las delegaciones visitantes autorizadas, que no superan nunca las 50 personas y las más de las veces no llegan ni a la mitad.
De tan incomprensible, la situación se convierte en absurda. Son tan pocos en esas pequeñas tribunas que cuesta creer que los dirigentes y la policía -que cobra mucho por ofrecer “seguridad”- no puedan evitar el festival de tropelías que está a la vista.
¿Qué quieren las barras, qué piden, qué logran con esa violencia?, son las preguntas habituales sobre el tema.
Simple: piden lo mismo, pero a otra escala, que las barras de los grandes. Dinero, ropa deportiva, pelotas y un pedacito miserable de poder en esos breves minutos de sentirse importantes. Cuando sus equipos ganan algo valioso, invaden el campo de juego y roban todo lo que pueden. A sus jugadores y a los rivales sí los alcanzan. Y cuando pierden seguido, entran a los vestuarios y les roban también a sus propios futbolistas “pa' que se pongan las pilas”.
Hace exactamente un mes atrás, un club del ascenso que representa ese amor al barrio y esa pertenencia e identidad que emocionan, como todos los clubes para sus hinchas, festejaba su centenario.
La barriada de Dock Sud se vistió de fiesta para la ocasión, sus socios e hinchas fervientes realizaron a pulmón una cena en donde cada brindis recordaba una proeza, un ascenso, una atajada o un gol que evitó un descenso.
Al día siguiente, una caravana recorrió ese barrio de Avellaneda luciendo orgullosa el auriazul de sus colores. El punto final era el Estadio de los Inmigrantes, allí donde se canta por los “Inundados”.
La dirigencia abrió las puertas del campo de juego para que los hinchas caminaran por el verde césped de tantas tardes de amor, alegrías y tristezas. Y en ese mismo pasto sonaron los tiros. Las tres facciones de la barra se enfrentaron mientras el hincha genuino huía despavorido: Seis heridos de bala, dos de cada banda, fueron atendidos en hospitales de la zona.
¿Qué presupuesto aumentado puede solucionar estas acciones de barbarie? ¿Cuántas familias querrán volver a las canchas del ascenso con esta realidad? La pasión barrial que forjó hermosas historias futboleras cayó en manos de delincuentes y marginales que tomaron los clubes por asalto.
La postal del no festejo de Dock Sud desparrama sal sobre las heridas de un fútbol que no soporta más violencia.