Si la velocidad máxima en la mayoría de las rutas argentinas no pasa de los 110 kilómetros, póngale 120 (para ser generosos), no sé por qué los autos traen velocímetros que marcan 220 o más. Lo más conveniente sería hacer que los autos no puedan superar los 120 kilómetros, y con eso nos ahorraríamos muchas lágrimas.
Nos gusta la velocidad. Tal vez venga esto de nuestros primeros ancestros homínidos, porque en aquella época el que no corría rápido no se salvaba.
Claro que en la historia la velocidad dependió durante muchos siglos de la fuerza del caballo, y si bien este animal es rápido, tiene una velocidad limitada y un aguante restringido. Me imagino lo que serían esos viajes que se realizaban en galeras de Mendoza a Buenos Aires y que demoraban semanas en terminarse. De todos modos el concepto de velocidad existía y por eso había que tener pingos rápidos para lograr el propósito.
Con el advenimiento del automotor todo cambió: el hombre se hizo propietario de la velocidad y desde que el auto es auto se trató de lograr autos que superaran la velocidad de otros. Ese fue el nacimiento de las primeras carreras de automóviles.
Pero el hombre llevó la rapidez a la tierra, al mar y, sobre todo, al aire, que puede ser surcado por aviones que superan dos veces la velocidad del sonido. O sea superan dos veces los 1.235,52 km por hora, algo realmente asombroso. También hay trenes superveloces. Los llaman “bala”, y por algo será.
En los deportes la velocidad manda. En el fútbol actual es más valorado un jugador que sea rápido que uno que tenga habilidad. El atletismo es una prueba de ello. Se trata de ganar, y para eso hay que tener alas en los pies. Tengamos como referencia a Usain St. Leo Bolt, el jamaiquino multipremiado que consiguió correr los 100 metros en 9 segundos y chirolas, transformándose en el hombre más rápido de la historia.
Y todo eso impulsado por la necesidad, a veces la urgencia, de llegar antes, de superar trayectos en el menor tiempo posible. Se están preparando en los lugares de trabajo de las grandes potencias vehículos tan rápidos que le cuentan las chispas al esmeril y habrán de asombrarnos en el futuro.
Es un impulso de la sociedad moderna que nos impele a que andemos con apuro. Nos pasa al caminar. Uno camina por el centro y se encuentra con numerosos peatones que pasan como arrastrados por los vientos y nos preguntamos: ¿adónde van? ¿Qué los impulsará? ¿Qué motivo habrá, delante de ellos, para que transcurran tan rápidamente? A veces pasan raudamente y gambeteando semejantes en la maraña de gente que suele haber en las calles céntricas. Deben de sufrir varios encontronazos por día.
Estamos en el tiempo de la velocidad, pero muchas veces la velocidad no se alcanza andando más rápido, sino pensando más rápido, y eso no es práctica que nos incluya a todos. La velocidad del pensamiento es lo que hace que surjan verdaderas obras de arte y se hagan negocios fastuosos.
Pienso en los deliverys, que andan en bici o en moto por las calles de la ciudad y no me queda otra que persignarme.
Merlo, el exitoso director de un Racing campeón, decía “vamos partido a partido”. El reloj dice “vamos segundo a segundo” y no tiene ningún interés en apurarse, porque, claro, está seguro que en todos los casos él ganará la carrera.