Desde que saltó a la faz pública, todo aquello de lo que hoy se acusa al teniente general César Milani dejó de ser desconocido. Nadie puede presumir ignorancia sobre su trayectoria y los cuestionamientos que se le hacen a la misma, en particular acerca de su participación en el proceso militar de 1976 y la desaparición de personas, pero no solamente por eso.
También pesaban sobre César Milani sólidas sospechas de enriquecimiento ilícito por la posesión de una valiosísima propiedad que no coincide en nada con sus ingresos o sus herencias o sus posibilidades económicas.
Sin embargo, y pese a todo eso, con pleno conocimiento de causa, la entonces presidenta de la Nación, Cristina Fernández de Kirchner, lo ascendió a la máxima categoría militar y lo nombró jefe del Ejército, con la complicidad directa o pasiva de la mayoría de su élite política, legislativa, ejecutiva, judicial y de derechos humanos, lo cual se trata -esto último- de un capítulo aparte.
La señora de Kirchner quería colocar en tan alta jerarquía militar a Milani por su anterior desempeño en el área de inteligencia de las Fuerzas Armadas. Sus intereses en controlar y espiar por doquier a todos sus adversarios y enemigos fue crucial para que tomara esta decisión.
Por otro lado, el teniente general César Milani juró su cargo invocando al “proyecto nacional”, vale decir a la facción partidaria que le convocó para su colaboración, elevando el grado de politización e ideologización de la conducción militar a niveles jamás vistos en democracia. La institución armada no se presentaba formalmente en representación de toda la sociedad a la cual pertenece sino que se asumía como parte integrante del gobierno particular que la convocaba. Como si Milani fuera un ministro o un servidor más nombrado directamente por la presidenta.
En todo ese interín de elevación hacia los más altos niveles de César Milani, el papel que jugaron algunos organismos de derechos humanos fue lamentable. En particular aquel conducido por la señora Hebe de Bonafini que lo apoyó de todas las formas imaginables. Ella misma le hizo una entrevista, se sacó una foto con él y habló maravillas del mismo. Consideró que todas las acusaciones por las cuales hoy está detenido eran meros inventos de los enemigos del gobierno al que ella defendió por encima de todo, sectorizando las banderas y valores de los derechos humanos de una forma tan drástica que los terminó hiriendo profundamente.
Otros organismos del mismo tenor (aunque no hayan expresado un apoyo directo a Milani), se mantuvieron callados o lo defendieron pasivamente al decir que mientras no se probara en la Justicia las acusaciones, deberían considerarlo una víctima de los sectores antikirchneristas. Una vara con la que jamás midieron a otros sospechosos de crímenes de lesa humanidad.
Vale decir: si se era oficialista, todo, incluso lo más atroz, era perdonable; en cambio, si no se lo era, la mera sospecha era presunción definitiva de culpabilidad, de escrache y de castigo, subordinando todo a las necesidades político-partidarias del presente. Y hoy, de todos los muchísimos que en su oportunidad defendieron a Milani contra viento y marea y más allá de toda razón, apenas uno o dos se sostienen en su posición; otros que fueron igual de enfáticos a su favor se quedan callados y el resto, o sea casi todos, se van dando vuelta abandonando a quien con tanto ahínco defendieron por mera obediencia debida.
Es que la hipocresía y el oportunismo son las dos caras de la misma moneda.