Todas las consecuencias de la caída del Muro de Berlín y por ende del totalitarismo que -a diferencia del nazismo- sobrevivió (e incluso formó parte de los ganadores) a la Segunda Guerra Mundial, fueron positivas. Excepto una: que se rompió el último límite para que la globalización se universalizara, que llegara hasta el último rincón de la Tierra. Y no es que la globalización sea mala en sí; ella no es buena ni mala, sino inevitable. Sin embargo la cara de la globalización que cubrió el mundo entero fue la financiera, no la política. Por el contrario, la política quedó encerrada en los muros nacionales, que fueron arrasados por el capitalismo salvaje, el capitalismo sin democracia, adoptado hasta por China y Rusia.
La globalización y sus agentes, entonces, avanzaron más allá de los Estados, fueran éstos ideológicamente afectos o no a la misma. Frente a ello, la política se devaluó atrozmente al no poder conducir la nueva realidad mundial, al resultar sobrepasada por la misma. Y, al dejar de ser un río que conecta los territorios aislados, la política devino un charco sin salida cuyas aguas se pudrieron, y la corrupción devino su modalidad más frecuente. Políticos que ya no representaban a nadie y que nada podían cambiar de una realidad que los superaba, comenzaron a mirarse sólo a sí mismos, a devenir clases o corporaciones aisladas del resto de la sociedad. Entonces nada más pensaron en enriquecerse, en obtener prebendas personales o sectoriales por formar parte de una superestructura privilegiada, aunque cerrada e impotente. Y, por ende, el pueblo los odió.
La primera etapa de la globalización fue también el primer fracaso de la política.
Creyendo poder repetir lo que logró el Imperio Británico en el siglo XIX usando el "libre comercio" para imponer su dominación y su gobierno en las colonias conquistadas, los hijos de Reagan (en particular los Bush padre e hijo) buscaron imponer su "democracia" mediante el uso de las armas, fracturando viejas lealtades nacionales o culturales con la globalización financiera. Pero no les fue como a los ingleses, porque si bien la globalización especulativa penetró en todos lados, ni su "democracia" ni siquiera su dominación política poscolonial lograron importantes efectos. Como se pudo ver con las invasiones a Afganistán e Irak que siguieron siendo territorios inmanejables. La globalización penetró, pero no la política.
Pero eso que ocurrió en las zonas alejadas de Occidente también aconteció en Occidente, donde poco a poco la política comenzó a perder importancia en todos sus países. Los poderosos presidentes de los reinos capitalistas pasaron a ser poca cosa comparados con los Ceos de las multinacionales, quienes hasta la crisis de 2008 fueron los nuevos dueños del mundo, en tanto agentes de la globalización.
Luego de los 90, década en la que el neoliberalismo intentó ser la cara política de una globalización financiera a la que no le interesaba para nada la política sino su mera expansión o metástasis cuasi biológica, fue en América Latina donde surgió la primera reacción, que a la vez buscó combatir al neoliberalismo político y la globalización económica.
Lo hizo en nombre del progresismo pero en contra del progreso, porque pese (o por) a su ideología de izquierda buscó más retroceder que avanzar, tratando de recrear mundialmente las condiciones de división del mundo previas a la caída de la URSS y con un fortalecimiento feroz de los viejos nacionalismos frente a cualquier tipo de universalismo.
Las viejas teorías sesenta-setentistas de liberación o dependencia, patria sí colonia no, e incluso la reivindicación plena y acrítica del populismo y del culto a la personalidad, revivieron para cubrir de contenidos a una "revolución" que en vez de proponer una evolución proponía el retorno a tiempos imposibles de volver. Tiempos que, además, no habían sido ni tan felices ni tan épicos como esa reacción izquierdista proponía.
El exponente más lúcido de esta nueva ola latinoamericana (que también fue recibida con alborozo por casi todos los intelectuales europeos de izquierda) fue un hombre en principio muy sensato: Lula da Silva, quien trató de conducir esta restauración socialista y nacionalista hacia la globalización mediante su incorporación a los Brics. Un modo razonable de lidiar por izquierda contra el neoliberalismo pero desde el universalismo, no desde las cerrazones nacionales.
Pero está a la vista que fracasó, por dos motivos: uno, porque a nivel ideológico, sobre Lula se impuso Hugo Chávez con su "socialismo del siglo XXI" profundamente antiglobalizador, que gozó de las simpatías de Kirchner, Correa y Evo Morales. Y dos, porque el partido de Lula, el PT, aprovechó la decadencia general de la política para enriquecer a sus militantes en vez de adaptarla a las nuevas realidades, de globalizarla.
Así, hoy tenemos un Brasil más antipolítico que nunca, que busca reemplazar a Lula por su opuesto ideológico, casi a nivel caricaturesco. Un Brasil indignado por la corrupción pero en el cual el nacionalismo que Lula no pudo superar hoy crece a niveles de aislacionismo y cerrazones culturales inimaginables.
Mientras avanzaban las tendencias antiglobalizadoras, el entonces presidente de EEUU, Barack Obama, intentó ofrecer una cara política razonable de la globalización. Intento acompañado por los dirigentes más lúcidos de la Unión Europea: Merkel, Hollande y luego Macron. Se proponía adaptar las instituciones nacionales a un nuevo mundo internacionalizado en vez de pretender fortalecer las primeras para resistir al segundo. Resistencia, esta última, mucho más que imposible, pero que aún hoy (antes por izquierda y ahora por derecha) sigue siendo la tentación irresistible de masas desesperadas ante el progreso material que parece no incluirlas y de demagogos que buscan dominar la voluntad de esas masas. Chávez, Trump, ahora Bolsonaro.
En su tarea de globalizar la política, Obama contó al final con el apoyo de otro líder de nivel universal, el papa Francisco, que lo ayudó enormemente en sus intentos de paz en Oriente Medio, con Irán en particular, o en Colombia con la guerrilla, o en el acercamiento entre EEUU y Cuba. Impresionantes intentos de la política por globalizarse desde sí misma.
Macri, desde el liberalismo, quiso plegarse a esa corriente apenas asumió. Pero el reemplazo de Obama por Trump lo dejó sin esa opción. Y en la UE el avance de la ultraderecha antipolítica, nacionalista, proteccionista, aislacionista y xenófoba se impone sobre los líderes globalizadores, cada día menos populares.
El propio Papa, luego de su alianza con Obama para gestar una globalización humanista, frente al fracaso de esa opción decidió ponerse en contra de la versión globalizadora neoliberal o de la antiglobalizadora neofascista, simpatizando con la versión antiglobalizadora de la izquierda, supuestamente como mal menor. Otro retroceso más de la política.
Justo en este momento de la evolución estamos hoy, en el de la trump-bolsonarización. Otro deseo de resistencia de las viejas estructuras nacionales de la política, aliadas -paradójicamente- con la ira antipolítica de las masas populares que se sienten excluidas del progreso, para impedir que la globalización siga avanzando. Sin embargo, como diría Galileo, "eppur si muove", y nadie la podrá detener, por lo que los que hoy por derecha quieren frenarla, están tan destinados al fracaso como los que lo intentaron por izquierda.
Ni los pueblos antipolíticos ni los dirigentes aislacionistas podrán detenerla. O la globalización es conducida por la política y los pueblos, o ella -librada a sus propias fuerzas- nos conducirá a un mundo peor que el actual. Pero no por culpa de ella, sino de los que no supieron ponerse al frente de la misma.
Lamentablemente, el mundo de la política sigue sin ponerse al frente de sus responsabilidad históricas.
Habrá, entonces, que superar esta nueva ola antiglobalizadora para luego, quizá, retomar la racionalidad perdida. Sólo quizá.