La tarde es luminosa

La tarde es luminosa

Tiresias

Enteramente agradecido y por otra parte habiendo cerrado toda posibilidad de conjetura. Ya en la forma correcta de aquella revelación cotidiana de poseerla a diario por completo descargada de pasión. Y volviendo siempre al error tácito (por duradero) de dejar caer palabras de despedida, ese desprecio mínimo e intrascendente que no alcanza a doblegar el presente.

Dentro de la sombra proyectada en el cielo raso de la habitación para mejor planear una salida efectiva a la pena; momentos antes del último giro atenuante cantaban perdidos en la clara inmensidad lasherina, y ni siquiera un eco emotivo admitido a modo de ritual acompañamiento. No era ese el lugar donde encontrar la calma o la dicha futura de ya no estar; pequeñamente incursionaría en la fanfarria solicitante del bar buscándolo en el líquido rumor de las botellas, más él en ese momento que ella fidedigna a su manera de hacerse humo y abandonar la partida. Mientras, el viejo contempla la pantalla oracular improvisada en el techo.

Y en la escena siguiente la lógica de esa clarividencia se impone hasta abrir el juego barajando acontecimientos rara vez marcados. Entonces sucede que, al poco tiempo de haber cruzado la frontera y sabiendo que todo esfuerzo resultaría insuficiente, ella decide abandonarlo a su suerte cerrando así la perfección de su estilo ciertamente tan pero tan impalpable.

La tarde es luminosa y de vez en cuando una gaviota planea sobre sus cabezas. La pareja, que a esta altura del relato y de la tarde, no ha dicho nada sustancial sobre lo que está sucediendo, se encuentra de pronto con un alambrado. La situación no tiene nada de particular salvo por el hecho de que uno de los dos ha decidido quedarse, mientras que el otro asegura que preferiría aventurarse en territorio enemigo.

Podría afirmarse que poseen una o dos razones de peso con las cuales argumentar, etc. El otro mira o hace como que mira el romper de las olas sobre el borde arenoso. Vistos desde una duna cercana, parecen escapados de un póster o una postal algo cursi, de esas que se venden en las mercerías de barrio. Los minutos corren y él (aunque también podría ser ella) no sabe bien qué hacer o, mejor: sabe lo que sabe y está cansado de ese saber. La playa es larga y podría tener la extensión del mundo. Sin embargo, el alambrado es diferente en cada tramo. La piel arde porque el sol no tiene piedad con los extraviados, con los prófugos de las extrañas caravanas diurnas.

(De El deslenguadero. Proyecto Editorial Itinerante, 2013)

Vida y pasión de Pedro Icazetta, anarquista

Seguramente, en cada uno de nosotros hay más de una madre que nos cuida del Mal Menor. (¡Serás zonzo, ché...!) Ahogándose en el Cuerpo del Hijo Amado, la Madre recoge sus cenizas y las echa en la olla. Lo que queda, esa humedad implícita, no llega a ser ni grasa 'e chancho. Mero polvito nomás. Esta es, decimos, la carga de los siglos que endereza hacia el llano y se pianta como un caballo chúcaro. Las patas son un peligro y el relincho queda rígido como una extraña flor de hielo colgando de lo alto.

Y el juguito que escuece entre las piernas al ver tanta hermosura...

Volviendo. A Pedro Icazetta, alias “El sanjuanino”, alias “El emisario” lo mató el Estado, lo fusiló como a un perro rabioso. La bala entró en su carne abriendo una brecha angosta (un pasillo) y lo dejó como a un trapo sucio derramado sobre el paredón del cementerio. Nada de accidental hubo en su muerte, nada de aleatorio ni atípico.

El mismo eligió –el portazo final- de qué manera irse. Construyó, con artesanal destreza, un significante (su muerte, su destino) intuyendo que el tiempo, como en un lento y persistente proceso geológico, iría agregando capas y capas de significado. Su muerte fue un hecho cargado de futuro, es decir, con un sentido y una dirección (y una particular lógica) sólo susceptibles de ser palpados años después, cuando ya nadie recordara que había ocurrido.

Pongamos que hacía frío y que la tarde se achataba en el horizonte. Largos desgarrones en las nubes color plomo anticipaban tormenta. Una mosca revoloteaba como en día de fiesta. Hasta los perros menos avispados buscaban refugio entre los troncos apilados al borde del camino. Un linyera con cara de pocos amigos meaba tranquilo sobre la tapia del cementerio. Regresaba la muchacha de grandes ojos marrones con las piernas abiertas de emoción.

Todos, seres y cosas, girando indiferentes sobre la superficie del planeta muerto.

Frente al batallón de fusilamiento, el anarquista Icazzata debió sentir una profunda paz. Sentado en una silla miraba el suelo (¿recordó, en la tarde remota, a su padre? ¿Conoció el hielo?). O todo lo contrario, vida puerca, (vida) puta: se comía, el varón de deshilachadas pilchas, las uñas hasta sangrar. Un río, una línea de cálida sangre anegaba el terraplén como si fuera una espesa mancha de petróleo. (Cuentan que uno de los soldados que tenía el deber de disparar se las ingenió para armar un barquito de papel y fondearlo, no sin cierta solemnidad, en aquel precioso charco.) Lux que ilumina, fogata y convento

(En: Después del fin. Babeuf Libros, 2014.)

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