La detención del sindicalista Marcelo Balcedo le reveló al país político un dato importante. Puso en evidencia la escala que alcanzaron en los años recientes los negocios ilícitos encubiertos tras la fachada de la actividad sindical.
No hace falta revisar sondeos de opinión pública para señalar el generalizado descreimiento de la sociedad sobre la transparencia pública de sus líderes gremiales. La impunidad sindical obtenida en democracia desde el día en que rodó por las escaleras del Parlamento el proyecto de la ley Mucci es un clásico del sistema político argentino.
La caída de figuras emblemáticas pero de segundo orden como Omar "Caballo" Suárez y Juan Pablo "Pata" Medina no hizo sino confirmar que el sindicalismo de primera línea permanece impermeable a investigaciones judiciales de mayor profundidad.
Balcedo, en cambio, fue hasta ahora un protagonista casi ignoto de negociados de alta escala. Todo un estudio de caso para los que descreen de la teoría del derrame de la prosperidad capitalista.
El sindicalista detenido (en la foto) pertenece a un gremio relativamente pequeño, que dice representar a los obreros y empleados de minoridad y educación. Gremialismo de diseño para una actividad de nicho. Córdoba conoce un caso similar, construido en torno al servicio de recolección de residuos en la ciudad Capital. Aunque el caso más glamoroso haya sido el de los trabajadores de peajes, que han financiado con sus aportes las más recientes pasiones del diputado Facundo Moyano.
Con esa pequeña habilitación de feudo que heredó de su padre, Balcedo diversificó sus actividades. Hizo de la extorsión el centro de sus negocios y terminó vinculado con narcotraficantes.
Pero son los réditos visibles de su aventura como baby boomer de la corrupción los que demuestran hasta qué niveles permeó la abundancia de la ilicitud en la Argentina. En su lujosa residencia uruguaya pudo comprobarse que el saqueo también daba como para regar con generosidad las chacras de los Austrias menores.
El caso Balcedo tendrá impacto en el debate que se viene para el programa de reformas del gobierno de Mauricio Macri.
El peronismo de los gobernadores ya avisó que los cambios que quiere el oficialismo para blanquear y reactivar el mercado laboral no pasarán por el Congreso si no cuentan con el aval previo de los sindicatos.
Y con ese respaldo, la CGT se prepara para dar una pelea en la calle de la que el presuroso paro general convocado por la reforma jubilatoria fue sólo un primer paso.
La proliferación de casos como los de Balcedo, Medina y Suárez, o la oscura trama de negocios que rodea a Hugo Moyano y sus descendientes son una amenaza a la legitimidad de los reclamos sindicales. Cuando las centrales sindicales salgan a defender el salario y las condiciones laborales de los trabajadores, obrará como contrapeso la sombra de sus líderes corruptos.
En su favor, en cambio, esgrimirán las dificultades del Gobierno para estabilizar su programa antiinflacionario. En la semana que se inicia, el Banco Central jugará su decisión instrumental de política monetaria. Cuando fije el nivel testigo de las tasas de interés, concluirá en los hechos el viraje discursivo iniciado antes de fin de año con el recalibrado de las metas de inflación.
En esa puja entre gobierno y oposición por la reforma laboral incidirá también el debate emergente sobre la violencia política, que se instaló desde que la alianza del kirchnerismo y la izquierda radicalizada desbordó al paro de la CGT durante el tratamiento de los cambios al sistema previsional.
El intento de impedir por la fuerza que el Parlamento delibere puso en evidencia que hay actores en los márgenes del sistema político que buscan legitimar la violencia como recurso admisible para la protesta social.
El kirchnerismo viene insistiendo en esa variante con un discurso con el que se autoexcluye la discusión democrática. La diputada Nilda Garré lo expuso en las últimas sesiones del Congreso. Para los seguidores de la señora Kirchner, el país vive en estado de excepción. Una situación política no democrática como la que advertía el jurista Carl Schmitt en la Europa de los nacionalismos bélicos del siglo pasado.
Un diagnóstico tan extremo es el que puede conducir a ese sector político a reivindicar respuestas de la misma condición. Es el punto de confluencia que encuentran el kirchnerismo y la izquierda radicalizada. Que con justificaciones ideológicas distintas también considera que la democracia de la calle debe suplantar a la democracia del voto.
La presencia en ese bloque discursivo de Juan Grabois, un representante oficioso del Estado Vaticano, ha tensado otra vez las relaciones del país con el papa Francisco, que estará de nuevo en la región la semana que viene.
Un contingente de dirigentes políticos liderados por Grabois partirá en caravana hacia el punto más ríspido de la visita del Papa a Chile. Estarán en la rogatoria por el pueblo mapuche, cuyos reclamos en Argentina derivaron en la conformación de la RAM, la única organización política que reivindica explícitamente en el país la violencia contra las autoridades ordenadas en la Constitución.
Grabois y el columnista Horacio Verbitsky -que denunció y borró sus denuncias por la supuesta complicidad de Bergoglio con la dictadura militar- coincidieron en el apoyo político y la asistencia legal a los líderes de la RAM.
Resta saber si el Papa suscribe o condena esas divagaciones riesgosas. Su sinuosa relación con Argentina ha desembocado en esa paupérrima expectativa.