La sombra de Alfredo Zitarrosa

Han pasado 26 años desde que el poeta y cantautor dejó este mundo para subir al podio de los héroes populares, de los cantantes irremplazables, como Gardel en la Argentina. La voz de una generación sigue presente.

La sombra de Alfredo Zitarrosa

Poeta, cantor, actor, locutor de radio, periodista, escritor de un solo libro, ayudante de carpintería, fumador empedernido, siempre vestido de negro, militante de la voz y la palabra, exiliado romántico, amante de su propio país: Alfredo Zitarrosa fue la imagen de una generación que cambió no sólo la música, sino también la historia de Uruguay. “Dice mi pueblo que puede leer/ en su mano de obrero el destino./ Y que no hay adivino ni rey/  que le pueda marcar el camino /  que va a recorrer”, cantó en “Adagio a mi país”.

Fue tu origen

Nació el 10 de marzo de 1936 en un pequeño hospital de Montevideo. Sin padre a la vista, su propia madre, Jesusa Blanca Nieve Iribarne, de sólo 19 años, lo entregó a una familia de apellido Durán, no para que lo adoptara, pero sí para que se hiciera cargo de su crianza. Fue anotado en el registro civil con el apellido de su madre como Alfredo Iribarne, aunque siempre llamó papá y mamá a los Durán.

Antes de cumplir los diez años, su madre, Blanca, le regaló su primera guitarra. Ella siempre le brindó ayuda económica. Mandaba una mensualidad desde el exterior. Se había casado con un argentino de apellido Zitarrosa.

Narró su infancia más en canciones que en reportajes. La letra de la milonga “Guitarra negra” da testimonio de sus años de niño: “Hoy anduvo la muerte revisando mi abono del tranvía, sus nombres, la noche del café Montevideo, las encomiendas por la Onda con olor a estofado, revisando a mi padre, su berreta, su Baldomir, revisando a mi madre, su hemiplejia…”

El periodista ibérico Joaquín Soler Serrano lo entrevistó en 1976 para la televisión española. Allí relató su inicio en el mundo de la literatura y la música: “De mi madre Blanca heredé la voz y la afición por las artes, si bien en esto último debo recordar a mucha gente: amigos de hoy, amigos de ayer y en forma muy especial a mi maestra de cuarto grado, Esmeralda Iralde.

La quería como a mi madre. Por algo dicen que la maestra es como la segunda madre. Era una mujer de gran ternura y una gran fineza espiritual: muy aficionada a las ciencias, pero también con una gran sensibilidad para las artes. Le debo a ella todo lo mejor que conservo en el alma. Siendo yo un párvulo, me enseñó a

Fidias, a Beethoven, a Juan Ramón. Me indujo a escribir, a aprender música, a remontar cometas, a usar el microscopio. Me regaló ‘Antología para niños y adolescentes’ y, a través de una hermana menor suya, Alma, poetisa, algo mayor que yo, me encontré por primera vez con Machado y otros poetas españoles…”

La abuela andaluza de Zitarrosa le enseñó las primeras posiciones en la guitarra. Admiró el flamenco toda su vida. Su forma de desempeñarse en el escenario tenía esa sensualidad y dramatismo del estilo español. Otra fuerte influencia en lo musical fue el guitarrista y compositor argentino Atahualpa Yupanqui.

En la infancia de su patria, parafraseando al poeta Leónidas Lamborghini, no sólo aprendió sus primeras armas en la artes; también vivenció las actividades del hombre de campo que luego plasmaría en gran parte de su obra.

La letra del “Candombe de la vida” explicita este momento: “Dónde estarán los zapatos aquellos/que tuve y anduve con ellos/ Dónde estará mi cuchillo y mi honda:/ el muchacho que fui que responda”.

El nacimiento de una voz

En todo el mundo occidental, los años 60 fueron testigos del nacimiento de grandes artistas y escritores: The Beatles, Rolling Stones,

Leonard Cohen, Bob Dylan, Violeta Parra, Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Piazzola, Andy Warhol, Jack Keruac y la lista puede ser interminable.

Alfredo Zitarrosa no estuvo fuera de ese período. A principios de esa década, luego de trabajar como locutor en una radio de Montevideo, decide ir a Cuba a ver de cerca la revolución que allí se estaba gestando. Como no pudo acceder al pasaje para viajar a la isla de los barbudos, decidió emprender viaje a Perú.

De esta época de su vida es de la que menos registro se tiene. Trabó amistad con el poeta peruano César Calvo y el novelista Manuel Scorza. Supo frecuentar al actor argentino Pepe Novoa, que estaba radicado allí, y a la cantante Chabuca Granda.

Como si la vida fuera una comedia de enredos, Alfredo Zitarrosa hizo su primer show musical rentado de casualidad. La revolución había quedado en el Caribe y el dinero no estaba en sus bolsillos.

Durante su primera juventud trabajó escribiendo notas en distintos medios del Uruguay sobre una gran variedad de temas desde culturales hasta científicos. Cuando llegó a Lima, siguió viviendo, con grandes dificultades económicas, de su escritura.

Un publicista peruano, César Durand, lo escuchó cantar e inmediatamente le ofreció actuar, lo promocionó sin su consentimiento en un programa de Canal 13 Panamericana de Lima. Cobró 50 dólares. Una fortuna. En la biografía "Cantares del Alma", escrita por el periodista uruguayo Guillermo Pelegrino, Zitarrosa cuenta que para esa época sus únicos muebles eran la guitarra y la máquina de escribir.
De su estancia en tierras incaicas ha quedado una de las pocas canciones que nunca pudo interpretar frente al público. "Niño Christian" y

“Dulce Juanita”. Ambos nombres son de los hijos del publicista que le había tendido la mano para empezar a cantar en Lima y habían muerto de una enfermedad congénita al igual que su padre. Aquí un fragmento de Niño Christian: “Hoy por primera vez te escribo/ y sé que no escribirás/ un niño como tú no escribe/ si no está en el Perú./ Un niño como tú/ pequeño y raro niño Christian/ tu madre loca luz/ tu padre ardiente y frágil varón./ Cabían en un cajón de pino/ en tu cuarto de pensión/ pero no eran así las cosas/ cuando te conocí.”

El boom latinoamericano

Luego de una breve estadía en Bolivia, el cantor uruguayo volvió a su país, donde comienza su verdadera carrera musical dentro del mundo del espectáculo. Condujo un programa de televisión en Montevideo, donde además cantaba y recitaba poemas.

Luego de ser reconocido por el público uruguayo, sus canciones llegaron a diversos lugares dentro del continente. En 1966, actúa en el festival folclórico de mayor prestigio en la Argentina: Cosquín.

En esos turbulentos años, la voz grave de Zitarrosa se transformó no sólo en un símbolo del Uruguay, sino también en la voz del peón de campo; de los jóvenes enamorados; de las desvaríos de los políticos pro colonialismo que siempre han vivido en estas pampas; de los reclamos históricos; de los reclamos de los postergados. Al igual que su admirando Yupanqui, Zitarrosa sentía admiración por el primer caudillo del Río de La Plata, José Gervasio Artigas.

No era un simple letrista y cantor, se reconocía poeta. Había ganado, en 1959, el premio Municipal de poesía inédita Montevideo contando con Juan Carlos Onetti como uno de los integrantes del jurado. Conocía las medidas de los versos y las figuras retóricas y quería utilizarlas en favor de su canción y su amado Uruguay.

El sueño se acabó

Como el final de la balada de John y Yoko: “Es la realidad, el sueño se ha acabado”. Los años 70 fueron el golpe de knock out para la generación que creyó tocar el cielo con las manos, que practicó el amor libre y la paz.

Desde 1973 hasta 1976 la mayoría de los gobiernos democráticos de América Latina sufrieron golpes de Estado. Uruguay, el 27 de junio de 1973.

Zitarrosa estuvo exiliado lo más que pudo en nuestro país, hasta que la Triple A se lo permitió. Entonces comenzó su derrotero por América y el mundo.

Pal que se va

Alfredo Zitarrosa construyó, con su obra, un Uruguay particular a los ojos de todos. No cantó a la manera de los modernistas sobre hadas y duendes ni se quedó en los detalles frívolos del campo y sus quehaceres. Su poesía estuvo marcada por los distintos conflictos sociales de las clases populares de América y los dueños del poder en ese entonces le dieron su respuesta: desde 1975 hasta 1983 estuvo prohibido, él y su obra, en su propio país. Aunque el arte también respondió a su manera.

Cuenta un director teatral uruguayo, en la biografía “Cantares del alma”, que durante su estadía en la cárcel, en los años de la dictadura, los altos jefes militares y torturadores uruguayos paseaban por los pasillos cantando sus canciones. Los mismos que lo perseguían eran los mismos que lo disfrutaban.

El 31 de marzo de 1984 la voz máxima de Uruguay volvió a su tierra. En el aeropuerto lo esperaban miles de personas. En la conferencia de prensa dada en el aeropuerto lo primero que dijo fue: “Hoy cumplo ocho años, tres meses, una semana y un día de exiliado”. Amaba su país como quien ama a su compañera o pareja.

Volvió a construir la naciente democracia uruguaya con sus herramientas, la guitarra, la ropa oscura, la voz áspera de cigarrillos y alcohol. Grabó varios discos más. Tocó en la Argentina nuevamente.

En 1988 la editorial uruguaya Trilce publicó su único libro “Por si el recuerdo”. Eduardo Galeano escribió en la contratapa “…   en estos cuentos dolidos y dolorosos, Alfredo tiene el coraje de revelar sus adentros. Estas páginas hablan de fantasmas despiadados y batallas perdidas. Él no escribe por felicitarse, ni escribe por gustar, ni escribe por escribir…”

El 17 de enero de 1989 su voz calló para siempre. Falleció en una gris habitación de un hospital de Montevideo, a causa de una peritonitis aguda, producida por un infarto de mesenterio. El origen de los problemas de salud es un detalle ante tamaña obra artística y humana. La voz de Alfredo Zitarrosa quedará grabada para siempre en la memoria de América Latina y el mundo hasta que vuelva en canciones.

Guitarra negra

Introducción

Cómo haré para tomarte en mis adentros, guitarra... Cómo haré para que sientas mi torpe amor, mis ganas de sonarte entera y mía... Cómo se toca tu carne de aire, tu oloroso tacto, tu corazón sin hambre, tu silencio en el puente, tu cuerda quinta, tu bordón macho y oscuro, tus parientes cantores, tus tres almas, conversadoras como niñas... Cómo se puede amarte sin dolor, sin apuro, sin testigos, sin manos que te ofendan... Cómo traspasarte mis hombres y mujeres bien queridos, guitarra; mis amores ajenos, mi certeza de amarte como pocos... Cómo entregarte todos esos nombres y esa sangre, sin inundar tu corazón de sombras, de temblores y muerte, de ceniza, de soledad y rabia, de silencio, de lágrimas idiotas...

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