"Donde está tu tesoro, estará tu corazón"
Jesús de Nazaret
A diario nos hallamos con una multitud de análisis, comentarios, escritos y conversaciones al paso que tratan -cada cual a su modo y según su visión de la realidad- de describirnos la situación social en la que estamos inmersos y de la cual somos actores, por acción u omisión, de modo consciente o inconsciente. Nada nuevo o sorprendente digo al afirmar que, la casi totalidad de los comentarios, rondan las ya conocidas frases: “¡Esto ya no tiene remedio!”, “¡Qué mal que estamos!”, “¡A dónde iremos a parar¡”, “¡Ya no hay códigos ni moral!”.
Y nada novedoso afirmo al recordar que la sociedad, “nuestra sociedad”, la constituimos todos con distintas responsabilidades, y para el bien o el descalabro de todos.
Según el diccionario español, el vocablo “banal” significa: trivial, anodino, insustancial, sin sentido. Seguramente algunos lectores no compartirán que las adjetivaciones anteriores sean aplicadas a nuestra sociedad mendocina y argentina. Respeto, desde ya esas opiniones, pero deseo expresar la mía desde la percepción y los sentimientos que me animan cada día.
Salvados el amor, el cariño y la preocupación por el bien real de los componentes de nuestras propias familias -con lo que esto conlleva en lo económico, en la salud, en lo educativo- ¿qué otro “tesoro” o preocupación fundamental ocupa el lugar de nuestros sentimientos, pensamientos, conversaciones y acciones? Porque, de aceptar que todos formamos o deformamos la convivencia social, de inmediato debemos preguntarnos por el impacto -positivo o negativo- de nuestras acciones.
Observo que todas nuestras quejas y reclamos sobre el estado de nuestra sociedad obedecen a un mismo principio: por lo general, y diariamente, estamos haciendo lo mismo que criticamos o de lo que culpamos a otras personas. Se atribuye a Einstein aquella afirmación: “Si se obra siempre del mismo modo, no se pueden pretender resultados diferentes”. Veamos:
l Nos preocupa, y aborrecemos, de todos los modos posibles, la generalizada corrupción (ética, económica, política, en la seguridad, con el narcotráfico) que nos está ahogando. Corrupción que, en modo especial, se encuentra enquistada -por acción u omisión- en los poderes públicos republicanos, en los políticos y en los detentores de las grandes riquezas de la Argentina. Nosotros, los ciudadanos de a pie, ¿nada tenemos que ver con esa corrupción?, ¿no la prohijamos?, ¿no nos servimos de ella?, ¿no buscamos un buen palenque donde rascarnos? Resultado: agrandamos y agravamos esa “detestable corrupción” que denostamos.
- Nos quejamos de lo mal que funciona la economía argentina y las razones no faltan. ¿Estamos haciendo algo -como sociedad- para revertir esta situación? En nuestro trabajo, comercio, industria o responsabilidades ¿actuamos de acuerdo a la recta ética económica? ¿No trampeamos o realizamos transacciones ilícitas o gravemente dañinas para el conjunto de los ciudadanos? La pretendida justificación: “Si otros lo hacen -y más que yo- ¿por qué yo no?”.
- Es muy cierto que, cuando concurrimos para ser atendidos en diversos servicios públicos o privados que necesitamos, normalmente somos mal atendidos o, directamente, no atendidos. Entonces, conviene preguntarse: “Yo -empleado/a, trabajador/ra- ¿atiendo correctamente, con respeto y con justicia, a quienes me solicitan el servicio que yo o todos estamos abonando?”.
- Es frase corriente decir u oír “ese tal no tiene códigos”, “se ha perdido la ética”, “la moral es cosa de otra época”. Dicho sin tapujos, “cada cual hace lo que le interesa, lo que le conviene, lo que le viene en ganas”, sin importar si eso molesta o daña a otros. De lo que se deriva un producto devastador: una sociedad “amoral” (no inmoral), sin normas, sin leyes, sin conciencia ética. Todo vale. Sálvese quien pueda. Todos contra todos. Pero, ¡ojo!, que a nadie se le ocurra hacerme lo que yo -sin códigos ni ética- hago a otros. El mundo del revés de lo que practicaron los “grandes de espíritu” de la humanidad: “No hagas a otros lo que no deseas que te hagan”.
Reflexión
Librarse del mal con el mal; librarse de la intransigencia, sea ésta de origen social, político, religioso o racial, por la intransigencia humorista y social del “¿qué te calienta?” o “¡no te metás!”; librarse de la culpa por la afirmación de los propios derechos; continuar desarrollando prejuicios en relación a los ‘diferentes’, nos pone de nuevo en el dualismo entre inocentes y culpables. Y así, de nuevo estamos en un callejón sin salida, acusándonos siempre unos a otros, siempre buscando enemigos y, aparentemente, dando las manos a los que aparecen como defensores de la democracia, cuando, en realidad, la están bastardeando. El “ojo por ojo”, que vivimos en la actualidad significa una regresión colectiva en la calidad de nuestra humanidad. Sabemos bien que aunque haya responsabilidades diferentes y grados de complicidad, no existen los inocentes puros o los culpables puros. Estamos inmersos en la trivialización del mal, en el sinsentido de la convivencia social. Si analizamos, con rigurosidad y sinceridad, el “alimento anímico” que nos proveen a diario las publicidades, los grandes centros de compras, las películas, los programas cholulos de ciertos medios de comunicación, la internet de los negocios, del ‘divertimento’ y de los no-valores: entonces, no es una exageración el título de esta nota. No debemos pensar ni hacernos preguntas. No hay un análisis crítico; no se presenta una historia más amplia para ser considerada; no hay responsabilidades colectivas a ser pesadas y cobradas.
Ya no queremos ser discípulos/as de la solidaridad ni de la justicia o la paz, aun reconociendo nuestra fragilidad. No queremos buscar el amor y el respeto al prójimo como administrador de nuestras relaciones. Perdimos la base del bien común, en medio de tanta arbitrariedad y corrupción.
En la cercanía de la Pascua, estimo que para nosotros, los creyentes, es ineludible hacer un sincero examen de nuestras acciones a fin de evitar vivir en la banalidad.