La Selección y la gente, el Mundial que se sigue jugando

Este fenómeno de identificación entre los argentinos y su equipo nacional remite a que hubo una escala de valores que produjo una empatía que superó la propia circunstancia de un hecho de raíz deportiva.

La Selección y la gente, el Mundial que se sigue jugando

Un Mundial de Fútbol ya no se trata solamente de un hecho deportivo que sucede dentro de una cancha sino que hay que entenderlo como un fenómeno de características ubicadas en un contexto sociocultural en el cual se perciben, cada vez con mayor nitidez, vínculos con categorías de análisis interrelacionadas con la política, la economía, el arte y la psicología, por ejemplo, como parte de un todo en la vida cotidiana.

El proceso de identificación masivo es inmediato cuando un Seleccionado nacional se enfrenta con un antagonista. Sobre esto hay un abundante material de lectura acerca de cómo Sigmund Freud trabajó el concepto de sublimación respecto del desvío de una pulsión hacia un nuevo fin. De hecho, el deporte encaja perfecto dentro de la definición del padre de la psicología moderna. El fútbol, así, se asocia como una forma sublimada de la guerra: el arcaísmo reactualizado del instinto de supervivencia en la lucha simbólica de unos contra otros.

Conforme se sucedían las instancias clasificatorias, desde la primera fase hasta la final de la Copa del Mundo, el equipo argentino alcanzó un grado de empatía tal con el aficionado que bien puede asociarse esto con el sentido de pertenencia. La Selección lograba dar el paso hacia la siguiente instancia con esfuerzo y sacrificio antes que con comodidad y sosiego. Un reflejo de la argentinidad, quizá. El poder de los símbolos; su identificación inmediata en el inconsciente colectivo, además.

Lejos de Lionel Messi, en cuanto a reconocimiento, publicidades y centimetraje periodístico, hubo otro premio: el de la consideración popular. El destinatario fue quien llegó a conquistar el corazón del hincha. El referente. La imagen que quisieron ver cuarenta millones de personas frente al espejo. El abnegado. El que se sacrificó en beneficio del equipo. El que siempre llegaba a tiempo. El líder grupal nato, sin expresar valores propios del autoritarismo. Javier Mascherano: el imprescindible.

El “Efecto Masche” remite a valores de fondo más que de forma. No se trató de una elección azarosa o circunstancial sino de una orientación direccionada hacia una figura que representó como nadie al común de la población. De eso se trata el mensaje profundo de la práctica deportiva: integrar en vez de excluir.

Mascherano fue la representación de un paradigma que el fútbol entroniza como su valor supremo: el del espíritu de lucha como estandarte.  Su frase “si la gente se identificó con nosotros, eso ya es un triunfo” es una de las reflexiones más precisas para captar la esencia del plano lúdico como herramienta de socialización.

El identificarse con un grupo que hizo un culto del proceso colectivo más que del lucimiento individual es otra de las respuestas que permiten explicar por qué se llegó a tan fuerte ligazón entre la comunidad y el equipo.

El fútbol atraviesa una etapa de mediatización farandulesca que degrada la condición de integración social que representa desde sus genes. Escándalos que nutren el virus maligno del chimenterío ganan centimetraje cual si fuera un tsunami infeccioso. Las vidas privadas en exposición pública ocupan el centro de la escena con un desparpajo que no reconoce límites.

Y es entonces cuando once futbolistas vestidos en celeste y blanco salieron a oponer otro mensaje, enraizado en la consigna del propio entrenador Alejandro Sabella: “El nosotros debe ser más importante que el yo”. Y así fue.

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