No tiene plaza ni calle, y ni tan siquiera una lápida que la recuerde. Se llamaba Dominga Ibarra, llegó a Buenos Aires allá por 1790. Nunca se supo bien de dónde venía, unos decían de Córdoba y otros de Santiago del Estero; fueron cuatro meses de dura travesía y lo hizo solamente acompañada de Antenor y Agapito, sus "dos cachorros" -así los llamaba con cariño-. Eran dos muchachos aún no salidos de la infancia que tenían un poco de indios y mucho de salvajes.
Dominga Ibarra venía a Buenos Aires sin saber por qué lo hacía, quizás huyendo de la miseria o buscando escapar del maltrato a que la sometían los hombres. Se estableció -si así puede decirse, a vivir al aire libre-, en un rancho ubicado en un barrio del Sur, a trescientos metros del Fuerte.
Pronto se hizo conocida en el barrio por su fama de brava, el desprecio por los hombres y el cariño por sus hijos. Vivió haciendo empanadas y fabricando dulces caseros. Así se ganaba el diario sustento. Su especialidad más codiciada era el dulce de leche, revuelto con una vara de higuera.
Eran famosos sus cigarros de hoja y la caña de durazno, los que sumaban unas monedas más a sus magros bolsillos. Nunca se quejó de su pobreza y del desprecio de sus vecinos por su condición de mujer sola, sin hombre que la cuidara.
Cuando la Primera Invasión Inglesa, Dominga se dio a conocer con todo su valor. Armó a sus cachorros, arengó a los soldados, entusiasmó a los jefes de las tropas bisoñas y sin desfallecer un solo instante en aquella tarea, empuñó una lanza y salió "a destripar ingleses", según decía.
Fueron muchos los destripados, y a pesar de la diferencia, los atropelló con inaudita bravura, se apoderó de un fusil y siguió junto a las tropas hasta derrotar a los invasores. Esta valerosa acción le hizo perder su nombre para siempre y comenzaron a nombrarla con el mote de "la Sargenta", pese a que no usara uniforme militar o jineta que la identificara.
Pagó cara su fiereza. Cuando los ingleses volvieron por segunda vez se cobraron su primera derrota matando a sus dos hijos. Estos, sangre de leones heredada de su madre, combatieron con bravura y haciendo alarde de una temeridad rayana en la locura, el menor quiso pechar con su caballo a uno de los cañones enemigos y murió en la atropellada, mientras el otro para vengarlo, se echó en lo más rudo de la pelea y cargó contra los artilleros. Cayó deshecho, con la cabeza arrancada por una bala de mortero.
Acabado el combate, la Sargenta volvió a la vida cotidiana. Nadie la oyó jamás quejarse por la muerte de sus hijos, y cuando alguien en su presencia los recordaba, se conformaba con decir: "Gauchos lindos; eran hijos de su madre… ". Fuente: Luis María Jordán, novelista (1883-1933).
Felipe H. Rizzo
DNI 6.889.304