La inflación aminoró su ritmo. Sectores como el automotor y el de la construcción parecen haber dejado atrás su peor momento. Quienes siguen el sector agrícola pronostican para la campaña 2016/17 una cosecha récord, cercana a los 120 millones de toneladas.
Pero ni la economía ni la política ni la calle permiten asegurar que el Gobierno se haya enderezado definitivamente o tenga el camino más o menos despejado para el resto de su mandato o, siquiera, para las elecciones legislativas del año próximo.
El soponcio del Gobierno con los aumentos tarifarios, tan inevitables como torpemente anunciados e implementados, es un ejemplo de lo mucho que tiene aún por aprender. Le queda ahora procesar e incorporar algunas de las mejores sugerencias que pasaron por las audiencias públicas a las que fue obligado por la Corte Suprema. Pero habrá perdido diez o más meses en empezar a encarrilar una cuestión que se sabía hace años debería encarar cualquiera que llegara al poder. Y, en la audiencia, no fue una voz oficial la que expuso con mayor claridad el dislate al que se había llegado con los subsidios a la energía.
“El Estado gastó en transferencias al sector energético el año pasado tres veces y media más dinero que en el conjunto de las universidades nacionales, cuatro veces más que todo el gasto en Seguridad, seis veces más que en Defensa y cinco veces más que en la Asignación Universal por Hijo. Cabe preguntarse a qué modelo de país apuntamos si se gasta en (subsidios a la) energía más que todo lo que se destina a Educación, Salud y Cultura juntas”, preguntó Rafael Flores, presidente de la Asociación Argentina de Presupuesto (ASAP). “Los subsidios también han sido negativos desde el punto de vista de la redistribución del ingreso. El 20% más rico de la Argentina recibía cuatro veces más subsidios que el 20% más pobre”.
El presupuesto 2017, el primero de la gestión macrista, es una guía de las prioridades oficiales y sobre dónde pretende apoyarse para consolidar el cambio de rumbo político que la sociedad argentina insinuó en la elección presidencial de 2015.
Dos aspectos se destacan de las planillas enviadas al Congreso: 1) a diferencia de los datos y proyecciones de fantasía de los presupuestos de los últimos años, esta vez lo que dice el Gobierno más o menos coincide con las apreciaciones de las consultoras y especialistas que siguen la economía, con excepción de la tasa de inflación, donde el rango de 12 a 17% anual del proyecto oficial les parece a muchos demasiado optimista; 2) el énfasis en el rol de la inversión (pública y privada) como puntales de la recuperación, a diferencia del consumo, que fue la piedra filosofal de los años K. La previsión oficial es un aumento de 14% en la inversión total, de 32% en la inversión pública y de 42% en aquella dependiente de Vialidad nacional.
Además, atento a la debilidad de los precios de las materias primas, la recesión brasileña, el ralentamiento de la economía china y el menor crecimiento del comercio mundial, el presupuesto contempla que el año próximo las importaciones crezcan a un ritmo levemente mayor que las exportaciones, lo que supone aceptar que las brechas fiscal y externa de la economía seguirán financiándose, en gran medida, con endeudamiento.
Para que el “modelo macrista” cierre es crucial que cuanto antes y en el mayor volumen posible, la inversión privada, interna y externa apueste al cambio de rumbo y de ese modo lo consolide. De vuelta, allí los gestos y mensajes oficiales son claros: la participación de Macri en la Cumbre del G-20, el foro de inversión y negocios (“mini Davos”) que se celebró en Buenos Aires, la agenda (y las declaraciones) del Presidente en Nueva York, en la Asamblea General de Naciones Unidas, y el retorno de una misión del FMI a Buenos Aires, a auditar las cuentas oficiales, como es de rutina en más del 99% de los más de 200 países que integran el organismo, dicen a las claras que el Gobierno quiere “seducir” a la inversión, venga de donde viniera.
La respuesta a esas invitaciones y sugerencias es por ahora tímida y ambigua. De un lado porque, por buenas y malas razones, el capital es cobarde. Del otro, porque la sociedad argentina tiene una actitud esquizofrénica respecto del emprendedurismo y las empresas, como señala Alejandro Galliano (en twitter: @bauerbrun) en un artículo reciente en la publicación digital Panamá Revista.
Mediciones y encuestas internacionales como Latinobarómetro y Pew Research coinciden en que nuestro país está entre los de opiniones más negativas sobre la economía de mercado. Pero a la vez es el del cuentapropista, las changas o quioscos más o menos sistemáticos, el consultor de medio turno, hasta del mini empresario que no resigna un empleo por ahí, porque nunca se sabe.
“¿Por qué los emprendedores tienen tan buena imagen y los empresarios tan mala?”, pregunta Federico Braun, dueño de La Anónima, la cadena supermercadista más fuerte de la Patagonia, citado por Galliano, que responde. “Porque después de 2001 todos somos emprendedores”. Pero, claro, emprendedores del rebusque, el aguante, la sobrevivencia, lo que requiere cierta dosis de talento pero no alcanza para el progreso o la modernización de una Nación.
No está claro que, más allá de las gestiones política, ejecutiva, administrativa (que de por sí son un desafío mayúsculo) el macrismo tenga el mensaje y los predicadores adecuados para inculcar el cambio de chip que pretende en la sociedad argentina. Ése es tal vez su principal desafío.