La historia de los pueblos enseña que no hay fórmulas universales e infalibles para el cambio. Cuanto más se procura alcanzar una situación ideal, -ilusión casi inevitable en toda construcción ideológica-, mayores son las posibilidades de sentirse defraudado a poco de andar. Algo así está ocurriendo en nuestro país, en relación al trayecto político que la mayoría electoral inauguró y rubricó hace pocos años.
En 2015, el ahora presidente Mauricio Macri, con su estilo institucionalista de liderazgo se había transformado en la vía de escape del embeleso hegemónico K. Su candidatura concitó, en casi todos los sectores del país, la expectativa de iniciar una nueva forma de convivencia social, alejada del afán de unanimidad “nacional y popular” que tornaba irrespirable el aire de la política.
En gran medida, el objetivo se va cumpliendo. Desde 2016 estamos disfrutando, tras mucho tiempo, de las ventajas que ofrece la democracia republicana. Lo atestigua la actuación independiente de la Justicia, la recuperación de las estadísticas oficiales y la información pública o la instalación de temáticas, en la agenda legislativa, antes destinadas exclusivamente a la retórica emocional, como la despenalización del aborto. Otro tanto sucede con la libertad irrestricta de expresión en los medios oficiales, o la exclusión de contenidos oficialistas en escuelas, universidades y museos.
Simultáneamente, se han establecido novedosas líneas de acción en materia de derechos humanos, especialmente desde su dimensión colectiva. Me refiero a la gestión de Seguridad, donde un formidable dispositivo oficial ha embestido, como nunLa República en la tormenta ca antes, contra las mafias del narcotráfico, la trata y las barras bravas. Vale recordar que la Seguridad es un derecho humano definido universalmente, por tratarse de una responsabilidad indelegable del Estado que se relaciona con la protección de la vida, la libertad, la integridad o el patrimonio.
Sin embargo, a pesar de los auspicios de este nuevo horizonte que nos reposiciona entre los países más avanzados del mundo, las complejidades económicas de la transición han comenzado a minar el optimismo republicano. Es que, como advertía Alberdi, existe un largo trecho entre “la república posible y la república verdadera”. Y, para gestar esta última en una situación histórica tan compleja hace falta construir una economía firme y sustentable.
Abrirse comercialmente al mundo, promover las inversiones, aumentar la participación federal y, fundamentalmente, recuperar la moneda nacional, son algunos de los ejes priorizados para darle base material de sustentación a los cambios que se persiguen en el plano judicial y político. Ejes fundamentales, aunque de lenta realización, que a duras penas logran ser visualizados en medio de los vientos cambiarios y la tormenta inflacionaria.
Pero están. Y dejarán de estarlo si el desencanto deja prevalecer el deseo de castigo por encima de la evaluación realista de las opciones en juego. Porque ni Lavagna, ni Massa, ni mucho menos Cristina, le van a devolver a la Argentina la solvencia económica perdida. Por el contrario: basta recordar que durante los años de vacas gordas, generado por el elevado precio internacional de los commodities, estos mismos personajes transformaron las posibilidades de crecimiento estructural en un festival de subsidios, clientelismo y valijeo. ¿Qué podemos esperar, entonces, en estos tiempos de vacas flacas?
En las próximas elecciones no competirán dos proyectos de país: competirá un proyecto imperfecto de futuro contra la encarnación perfecta del pasado. Ojalá prevalezca la esperanza sobre la bronca, pues están en juego cuestiones esenciales y es una oportunidad que tal vez no se repita.
Midamos no sólo las motivaciones generadas por lo difícil o fastidioso de la hora sino, también y fundamentalmente, las consecuencias de nuestra decisión. No sea cosa que nos arrojemos al mar para evitar mojarnos con la lluvia.