En todas las sociedades modernas se implementan mecanismos de redistribución de la riqueza. Algunas de estas herramientas consiguen la redistribución de una forma directa mediante transferencias monetarias y otras utilizan formas indirectas menos perceptibles pero igualmente relevantes. En todos los casos se aspira a que la redistribución no sólo sea justa sino que además sea eficaz, un resultado que no siempre obtienen los gobiernos. Como decían los antiguos, el infierno está empedrado de buenas intenciones.
Un breve ensayo del economista francés Thomas Piketty -que acaba de publicar la editorial Siglo XXI- aborda este tipo de cuestiones. El trabajo de Piketty es anterior a la obra que lo hizo famoso -El capital en el siglo XXI- pero ha sido reeditado con justificada astucia por los editores para aprovechar la estela que dejó su obra más conocida. Conserva actualidad y se adentra en temas que vienen siendo objeto de debate en Argentina.
La herramienta más usual de la redistribución es la fiscal que permite, mediante impuestos y transferencias, corregir la desigualdad que genera un sistema movido por las fuerzas del mercado. La intensidad de la redistribución fiscal en los Estados modernos se suele medir por la "presión fiscal sobre el PBI", es decir la relación que tiene la masa impositiva medida como porcentaje del Producto Bruto Interno. Este ratio puede ir desde el 30% en los Estados Unidos, pasando por el 45% en Alemania o Francia hasta el 60% en los países escandinavos. Esta forma de comparar es bastante ineficaz porque las diferencias entre los sistemas contables de los países no brindan una información homogénea. Por ejemplo, en Suecia, las jubilaciones también están gravadas por el impuesto a la renta, de modo que se incrementa de modo artificial el peso de los impuestos sobre el PBI.
Ahora bien. Donde se sitúa la polémica en el tema de la redistribución fiscal es en la vieja idea defendida por algunos economistas norteamericanos de que las tasas elevadas de imposición son contraproducentes porque desalientan la inversión del sector de ingresos altos. Como en una suerte de círculo vicioso, la baja en la inversión a la larga perjudicaría a la propia recaudación fiscal.
En un mundo financieramente globalizado, con accesibles paraísos fiscales, la profecía de los economistas norteamericanos pareciera que parcialmente se cumple. En los países latinoamericanos, donde la desigualdad es más marcada que en los países plenamente desarrollados, se asiste a una constante fuga de capitales, que constituye un drenaje permanente de riqueza desde la periferia hacia el centro. Esta fuga erosiona los objetivos que persigue la redistribución directa de la riqueza.
Sin embargo, debe observarse que el fenómeno de la fuga de capitales no siempre aparece ligado a la elevada presión impositiva, sino que puede obedecer también al deseo de obtener refugio frente al "impuesto inflacionario" que impide, en países como Argentina, preservar el valor del ahorro. Por consiguiente, además de la presión fiscal, operan otro factores que deben ser tenidos en cuenta a la hora de valorar los motivos que incentivan la fuga de capitales en nuestros países.
Abordando ahora las formas de redistribución indirecta de la riqueza se suele mencionar una fórmula que operaría a través de lo que se ha dado en llamar la "redistribución keynesiana de la demanda". En su formulación tradicional se consigue por el aumento nominal de los salarios aunque en Argentina opera mediante la vulgar prestidigitación monetaria. Como señala Piketty -en ocasiones citado por nuestro keynesiano ministro de Economía- "a pesar de la notable importancia concedida a este mecanismo, sus fundamentos conceptuales y empíricos son relativamente frágiles". Son mecanismos de reactivación que funcionan en el corto plazo pero no pueden ser considerados herramientas eficaces de redistribución en el largo plazo.
La forma más relevante de redistribución indirecta de la riqueza opera por la provisión de bienes públicos como son la salud y la educación. Esta forma de redistribución se hace más visible cuando se compara la situación de un trabajador norteamericano con la de un trabajador europeo. Es posible que el salario mínimo interprofesional en ambos continentes sea similar, pero donde se produce enorme distancia es en la cobertura de salud y los gastos de educación. El trabajador europeo tendrá acceso gratuito a estos bienes públicos que son ofrecidos por el Estado con elevados estándares de calidad, mientras que el trabajador norteamericano tendrá que solventar importantes gastos devenidos de la cobertura privada de estos servicios.
El ejemplo anterior demuestra la importancia que tiene el sistema de redistribución indirecta de la riqueza que opera a través de la prestación de los servicios públicos de la salud y la educación. Argentina es un ejemplo elocuente del fracaso en la utilización de esta herramienta redistributiva. El servicio de salud que se presta a través de los hospitales públicos está en crisis, mientras la educación pública se degrada día a día por un conjunto de circunstancias donde no está ausente la labor de zapa que vienen haciendo algunos sindicatos docentes.
Los países latinoamericanos son los más desiguales del mundo, pero la mala noticia es que nada se hace para corregir esta situación. Los debates sobre la forma de redistribuir la riqueza de un modo justo y eficaz escasean. El populismo autóctono huye de dar este debate porque deja al desnudo el más rotundo de sus fracasos.
El uso partidista del Estado y el expolio de los fondos públicos en nombre de la política es, sin duda, la causa determinante del fiasco en la prestación de los bienes públicos tan relevantes como la salud y la educación que, en los Estados modernos, es la forma más eficaz de redistribuir la riqueza.