Si existe algo que diferenció a la escuela pública argentina fue su excelente nivel. Esto permitió que los que tenían acceso a ella lograran una formación destacada que permitía a los adolescentes desempeñarse adecuadamente en la escuela secundaria y, a los alumnos del secundario, hacerlo en la universidad.
Aquellos que concluían el primario y no continuaban sus estudios, pues optaban por el aprendizaje de un oficio, disponían de las herramientas necesarias: la lengua y la matemática.
De este modo se configuró una gran base social caracterizada por su educación. Una buena escuela que, a diferencia de los países anglosajones y europeos, no se restringía a un pequeño sector social.
La situación hoy es otra: sólo un tercio de los adolescentes saben matemática y sólo 50% comprende lo que lee. De la escuela secundaria sólo egresan aproximadamente entre 50% y 60% de los alumnos que ingresan. El panorama de la universidad no es más alentador: la misma debe preparar a los aspirantes con un pre-universitario en el que la preocupación fundamental es la escritura y la comprensión de textos. ¿Es posible que luego de 12 ó 13 años de trayectoria escolar (7 de educación primaria y 5 de secundaria) debamos enseñar a leer a nuestros alumnos? Parece un mal sueño pero no lo es. Debemos despertar y dejar de ostentar galardones: hemos erradicado el analfabetismo, creamos miles de escuelas por año, incorporamos nuevas tecnologías, etc.
Asistimos hoy al “derrumbe de la escuela pública”, que Etcheverry ya pregonaba en 1999 cuando publicó “La tragedia educativa”. Los lamentos no ayudan. Debemos pensar que 70% de nuestros jóvenes son estudiantes en la escuela pública. De allí el desafío: recuperarla.
Su recuperación no es problema de recursos: "Entre los aciertos del año, se mencionó la aplicación de la Asignación Universal por Hijo (AUH)" que produjo, según Llach, una "escolarización silenciosa". También se destacó el plan de infraestructura. "El país construyó unas 1.000 escuelas en los últimos cinco años", dijo Tedesco, que resaltó también el aumento en el número de becas universitarias. Resumió Iaies que existen los recursos pero que no se logra cambiar conductas en el interior del sistema" (Silvina Premat, Balance del año en la enseñanza / Mesa redonda en La Nación, La educación espera un "salto cualitativo", http://www.lanacion.com.ar/1336494-la-educacion-espera-un-salto-cualitativo, 26 de diciembre de 2010).
Si no se trata de recursos, ¿dónde buscar las causas? ¿En la familia que no entusiasma al niño en la tarea de aprender? ¿En las políticas educativas, en la desvalorización social de la educación, en la tarea de los maestros? Existe una combinación de todas ellas pero la que me interesa, especialmente en este artículo, es la tarea de los maestros y de los profesores.
En la últimas décadas, la noble tarea de educar ha sufrido un notable deterioro. Muchos son los factores, uno de ellos es el económico. Los bajos salarios hacen que los jóvenes busquen profesiones mejor remuneradas, y es comprensible. Es aquí donde la figura del Estado debe emerger suscitando políticas que procuren un honorario justo para quienes desarrollan tan noble tarea.
Los docentes hoy lo exigen como un derecho, y lo es. Pero todo derecho tiene relación con un deber. Y nuestro deber es evitar la estafa a la que asistimos: estudiantes que no saben y, lo más peligroso, que no son conscientes de su ignorancia. Pues el que reconoce que no sabe, intentará saber.
¿Cuál es ese deber? Ser profesores solventes, que continúan estudiando, leyendo, investigando. Todos tenemos la experiencia de docentes que repiten cada año sus clases con la misma carpeta amarillenta que armaron hace años o que simplemente repiten el manual de turno, donde todo está digerido. De este modo, otorgamos a las editoriales el poder de establecer lo que debe o no enseñarse y hasta con qué actividad.
Sus manuales y revistas tienen un gran éxito: saben de la pasividad de muchos docentes que, por evitar el esfuerzo personal de buscar en las fuentes de la ciencia, de la moral y del arte -Pascal, Einstein, Cervantes, Kepler, Euclides, Maquiavelo, Platón, Hernández- (no en los manuales) los textos más provechosos y las actividades más adecuadas; reducen su labor a ser meros repetidores estériles. ¿Cómo encenderemos, entonces, el corazón de los jóvenes y los entusiasmaremos con el saber? ¿Cómo los haremos sensibles al dolor, al sufrimiento, a la injusticia?
Y frente a este deterioro quiero participar de una rebelión que no se reduzca a lo económico. Quiero que nos rebelemos frente a la mediocridad que nos azota; quiero que sacudamos el polvo de nuestros libros y hagamos partícipes a nuestros estudiantes del diálogo que puede entablarse con los hombres más brillantes.
Frente al derecho de reclamar por un derecho (nuestros honorarios) quiero que cumplamos con nuestro deber: ser faros ejemplares que sirvan de guía a la recuperación de la escuela.