Una democracia republicana (donde ambas palabras son sujeto y ninguna predicado de la otra) es aquella en la que pueden convivir en paz y dialogar las más diversas concepciones políticas, filosóficas y de la vida. En este sistema, el diálogo y la tolerancia permiten acercar las ideologías que pueden acercarse entre sí, pero lo más importante es que incluso aquellos pensamientos antagónicos imposibles de sintetizarse y que se ven como la cara y la contracara, el anverso y el reverso, pueden convivir porque todo en este modelo político está preparado para tolerar hasta lo inconciliable.
Es por eso que se dice que en una democracia republicana hasta el enemigo se convierte en adversario porque no es preciso matarse, exterminarse unos a los otros, para adquirir existencia dentro de la comunidad.
Frente a la democracia republicana siempre han existido sistemas políticos que se sostienen sólo con la imposición de unos sobre otros porque no admiten la convivencia de inconciliables o que hacen inconciliable aun lo conciliable.
En particular en estos tiempos se viene imponiendo (aunque ya parece estar tocando sus límites objetivos y subjetivos) la llamada democracia populista o neopopulista, en la que efectivamente funciona la elección de las autoridades mediante el voto pero que en sus prácticas cotidianas el régimen se tiñe de autoritarismo al estimular una convivencia un tanto forzada, donde se habla de enemigos todo el día y se busca separar a la sociedad en dos mitades enfrentadas entre sí, haciendo una apología permanente del conflicto como el gran motor de la movilidad y el dinamismo políticos.
Es cierto que el conflicto es uno de los motores de la actividad política, pero no en mayor medida de lo que lo es el consenso. Es una tontería privilegiar uno sobre otro cuando en la realidad ambos son inextirpables del cuerpo social; de lo que se trata es de buscar el mejor equilibrio posible para que la paz subsista con el debate y que ambos se apoyen entre sí.
Para que la democracia republicana se imponga es preciso que sea respetada a rajatablas la división de poderes públicos y el apego irrestricto a la libertad de expresión y de prensa como los grandes soportes de la libertad política. Es precisamente en las democracias neopopulistas donde siempre se intenta unificar los poderes tras un liderazgo carismático más cercano a la monarquía que a la república, y donde el periodismo es visto con sospecha porque el poder quiere instalar un discurso único al cual la prensa inevitablemente le opone otros.
La Argentina ha vivido su última década bajo un sistema político que enfatizó en la democracia electiva pero que dudó con mucha fuerza de la república institucional, como que quisiera fundar otro régimen supuestamente superador. Todo ello generó varias heridas en la convivencia política e intelectual, donde personas que antes se toleraban y se enriquecían en la interacción de sus ideas diversas, ahora hasta dejaron de hablarse e incluso se enfrentaron como enemigos irreconciliables.
Por eso, más allá de los gobiernos que representen a nuestro país de aquí en más, es preciso recuperar la convivencia pública en todos los sentidos de la palabra para que el pluralismo derrote toda secuela de fundamentalismo e intolerancia. Para construir una verdadera democracia en la que quepan todos, y aun en las más pasionarias peleas se imponga la concepción cultural de que incluso los que piensan muy distinto a nosotros pueden tener razones que no sean subalternas o manipuladas.
Porque sólo con el respeto por las ideas ajenas es posible apostar a imponer las propias.