Carlos Salvador La Rosa - clarosa@losandes.com
"Las masas no valen ni por el número ni por la capacidad de sus componentes: valen por la clase dirigente que tienen a su frente".
Juan Perón
Las masas humanas son como el agua que desciende de las montañas. Ella es pura, transparente y llena de vida. Pero avanza rauda e impetuosamente, por lo que es imperioso edificar diques y canales para que llene de verdor y esplendor la tierra desierta y que sacie la sed de las criaturas vivas.
Las élites son como esos diques y canales que se construyen para contener al líquido vertiginoso. Pero cuando ellos se deterioran, el agua avanza arrasando con lo que encuentra a su paso, como un tsunami desbocado, y lo que debió ser vida deviene muerte. Lo único inevitable es que con diques o sin diques, con canales o sin canales el agua avanza igual, no se la puede detener. Se la conduce o te destruye.
En 1930, el filósofo español José Ortega y Gasset escribió “La rebelión de las masas”, un libro señero donde opinaba que el siglo XX había liberado a las masas de las tutelas de las élites dirigentes. Las masas populares ya no aceptaban ninguna autoridad por encima de ellas y sólo querían vivir el momento sin esfuerzo alguno. El hedonismo pleno era el nuevo deseo masivo y ya no más la postergación de gratificaciones en pos del progreso individual, familiar y social.
En 1990, el historiador y sociólogo norteamericano Christopher Lasch escribió “La rebelión de las élites”, libro póstumo donde explicaba que con un método similar por el cual las masas se intentaron liberar de las clases dirigentes a principios del siglo XX, a fines del mismo siglo eran las élites las que querían abandonar todo compromiso con las bases sociales, dejándolas libradas a su suerte. Esta nueva utopía elitista coincidió con la difusión mundial de la nueva globalización.
Así, en opinión de estos autores, el siglo XX inauguraba dos novedades históricas nunca antes acontecidas: los dirigentes y los dirigidos producían grandes acontecimientos, donde unos intentaban liberarse de los otros y, viceversa, tratando de construir un mundo a su imagen y semejanza donde una de las partes desapareciera. Porque no se trataba de que las masas les exigieran a las élites que las representaran, o que las élites quisieran explotar a las bases en su beneficio. No, unas querían que las otras se evaporaran. Una desmesura histórica provocada por un fenomenal progreso que sobrepasó la capacidad humana de conducirlo.
Es muy posible que en el siglo XXI estemos ingresando en la rebelión de las masas II, una inevitable reacción contra los globalizadores que se aislaron en sus torres de cristal perdiendo todo contacto con las multitudes que hoy no sólo exigen participar en el progreso que sólo disfrutan las élites, sino que también buscan una colosal revancha contra los que los ignoraron, contra los que quisieron construir un nuevo y apocalíptico mundo auto-referencial haciendo retornar los pueblos al subsuelo de la historia.
Pese a los inmensos progresos que en todo sentido trajo la nueva revolución tecnológica, la globalización que produjeron las nuevas fuerzas productivas dejó muy atrás a los encargados de dirigirla y explicarla, vale decir, los políticos y los intelectuales, que en su inmensa mayoría quedaron atados conceptualmente al mundo que expiraba. Por eso la globalización comenzó siendo financiera y tecnológica, pero para nada política, cultural o institucional. O sea que las nuevas realidades materiales siguieron siendo conducidas por las viejas ideas, con lo cual era inevitable que más temprano que tarde, el agua superara los diques.
Al principio de la nueva era, en los 90, se creyó que por sí sola la globalización financiera lograría que todos ganaran con ella sin necesidad de mayores intermediaciones. Por ejemplo, cuando se supuso que el boom de viviendas adquiridas a través de hipotecas prometía una prosperidad imparable. Del mismo modo, con la globalización tecnológica y la educación para toda la vida, se suponía que en pocos años los nuevos trabajos superarían a los viejos para mayor confort de todos los seres humanos.
Lo que ocurrió, como era de prever, fue exactamente al revés: la globalización financiera, que primero les dio casas a todos, luego se las remató y acabó con todos sus ahorros. La globalización tecnológica les quitó sus trabajos y no se los reemplazó por otros. Y la seudoglobalización política sólo globalizó a las élites, a las masas las dejó en banda.
Entonces, ahora, los perjudicados por ambas globalizaciones deciden votar contra ellas con los elementos que tengan a mano para hacerlo.
Buscando castigar a los políticos que en vez de crear instituciones para que las personas comunes disfruten de los beneficios de la globalización, solo crean jaulas de oro donde ellos se refugian de un mundo que no entienden y que no los entiende.
Donald Trump es apenas un emergente que supo entender que este tiempo coincidía con los prejuicios que sostuvo durante toda su vida. Y entonces, viendo la ocasión, como buen hombre de negocios, se lanzó frenéticamente a concretarlos, sin las dudas del que nunca tuvo dudas. Y los que lo votan ven en él la posibilidad de concretar una desesperada marcha atrás, como propone todo populismo, por temor a lo que viene delante. Un cambio regresivo.
Sin embargo, no se puede volver atrás con la globalización, o uno se ajusta a ella o ella lo ajusta a uno. O se la conduce o conduce ella. No existen terceras alternativas. Trump prometió esa tercera alternativa, la de volver a una grandeza ya perdida para siempre. En el país que era la gran promesa del futuro propone volver al pasado. Votaron a un hombre que es vez de admitir que las nuevas tecnologías solo dan trabajo a quienes se adaptan a ellas, dice que la culpa es de los inmigrantes, que si se los expulsa tendrán trabajo, cuando los trabajos hoy requieren habilidades que esos desesperados no poseen, por lo que no los tendrán aunque no entre un solo inmigrante más o sean echados todos los que están.
Trump ganó porque el diagnóstico que hizo de la realidad es bastante fidedigno: los empobrecidos no tienen trabajo y la clase política los ha dejado abandonados a su destino porque no quiere o no puede, lo mismo da. Pero mintió en todas sus grandes propuestas: la culpa de la inmigración, la antipolítica como respuesta a la mala política, el aislamiento frente a la globalización, etc., etc.
Sin embargo, mientras no se construyan los diques que canalicen las necesidades populares, las masas seguirán produciendo tsunamis apoyando a cualquier esperpento que les prometa lo imposible pero hablándoles en un idioma que ellas entienden. Ni siquiera se trata de una cuestión política, es la propia naturaleza de las cosas que se expresa indignada, en busca del equilibrio perdido.