Podría no haber pasado. Podría haberse quedado todo en una poderosa y sustanciada sospecha, plagada de evidencias pero sin capacidad para mover la maquinaria judicial. Pero pasó. Los acontecimientos fueron precipitados por el periodismo, una vez más. Que ha dejado de ser el cuarto poder para disputarle un lugar en el podio a los otros tres.
El hecho de que haya sido el periodismo le dio una característica particular: fue precisamente la publicidad de los indicios y las evidencias la que puso a trabajar a los jueces. Los jueces, no la justicia, que es un sistema en estado catatónico, ineficaz, plagado de relaciones comprometedoras, con el prestigio por el piso.
Es difícil saber qué motivos los han llevado a actuar: ¿revancha personal, afán por recuperar el prestigio corporativo perdido? ¿Acaso un legítimo afán de justicia?
Y entonces todo cambió. La política es oficio del presente. Pasado y futuro operan en estricta subordinación al aquí y ahora. El gobierno promueve. O deja hacer. No está nada claro. Pensar que en la Argentina el Poder Judicial está sometido al Ejecutivo es tan ingenuo como creer que se observa el principio de la división de poderes.
El gobierno no tiene alternativa: es un asunto grave de legitimidad. Sabe que su propia continuidad, su capacidad para impulsar proyectos (no solo en el ámbito de la justicia) y el horizonte de las reformas necesarias para el país dependen del derrotero de estos procesos. La advertencia de Agustín de Hipona resuena a lo largo de los milenios: "Sin la justicia, ¿qué serían en realidad los reinos sino bandas de ladrones?"
El lance es altamente riesgoso, las consecuencias son difíciles de calcular. Una bola de nieve que a su paso va tragando exfuncionarios, dirigentes políticos y sindicales, pequeños auxiliares, empresarios. Cada uno con su clientela de parientes y allegados. Existen evidencias de que miembros del gobierno y personas cercanas a ellos también se encuentran en la vasta y compleja trama de la corrupción.
El proceso amenaza no solamente a personas físicas, sino también a elencos dirigenciales completos, instituciones, organizaciones, recursos. Muchos contemplan preocupados el abismo de destrucción que parece abrirse bajo los pies del país. Y también de la región.
El elefante en el bazar
Quien probablemente articula con mayor claridad estos riesgos es Jorge Asís, destacado escritor y columnista. Con estudiado efecto paradojal sostiene que América Latina está siendo asolada por una "peste de transparencia", expresión simpática pero inexacta, sobre la que no es posible ensayar aquí.
Asís sostiene que es un mal que proviene del norte. Algo que parece razonable afirmar para el caso de Brasil. Los continuos reportes de la diplomacia norteamericana sobre el arrollador éxito de las empresas brasileñas en las licitaciones de obra pública en la región, medio privilegiado con el que Lula fue cimentando la hegemonía brasileña en todo el subcontinente (como la Compañía de las Indias Orientales en la estructura del poder imperial británico), parece haber sido la causa primera del Lava Jato.
El proceso argentino, según Asís, recibiría impulso e inspiración del brasileño, aunque en su opinión aquel no sea más que un "Lava Jato de utilería". Desde el día 1 del asunto de los cuadernos ha querido bajarle el precio a las causas por corrupción. Entiende que la "peste de la transparencia" apenas se quedará en "transparencia de la peste". Un proceso como este debería empezar precisamente por ahí. No es el fin: es el principio.
Para Asís lo que está en juego no es una (improbable) depuración del sector público o una purga de la política, sino la destrucción sistemática y difícilmente recuperable de todo un sistema. De sus mecanismos de funcionamiento, de las "bases blandas del poder". Asís invierte los argumentos de forma sistemática: teme que un desmedido afán de justicia termine por desquiciar el sistema. Su argumentación es una sofisticación del "roban pero hacen". Con la particularidad de que… no hacen.
Asís construye una ficción en la que una institucionalidad perversa (en palabras del ensayista liberal Alfredo Bullard) como la corrupción, es el cimiento de un sistema razonablemente satisfactorio, con inconvenientes, sin dudas, pero que cumple requerimientos sociales mínimos. Lo cierto es que no hay peor corrupción que la de la ineficacia. Siempre se puede estar peor, pero si lo que hay que salvar es esto que hemos conseguido, no parece que haya demasiado en riesgo.
Asís busca algún recurso que permita acotar el previsible estrago. Para ser algo que supone con destino de intrascendencia, le preocupa bastante.
Exige una "línea de corte", que puede ser entendida de diversas maneras. Un principio de obediencia debida, que exculpe a los subordinados. Un chivo expiatorio de suficiente jerarquía, que concentre las culpas de toda la clase dirigente. La limitación a un período, que evite el engorro de remontarse a la noche de los tiempos de la corrupción.
El Turco propone, en cambio, que se apruebe una regulación más exigente en materia de relaciones entre el sector público y privado. Sobre los implicados en la trama de la corrupción no dice nada. Como si los crímenes cometidos durante la Segunda Guerra Mundial pudieran haberse saldado con nuevas leyes y no con los juicios de Nuremberg.
Asís convierte el hecho de que los casos de corrupción eran de público y notorio conocimiento en un argumento contra su procesamiento judicial. Si todos sabían -parece decir- ¿cómo es posible que recién ahora la justicia reaccione? La consecuencia, no obstante, debería ser justamente la contraria. Un sistema de corrupción bien organizado y extendido que termina poniéndose en evidencia al quebrarse la línea más subordinada de complicidades no debería haber tardado en caer bajo la lupa de la justicia.
Motivos personales
En todo caso, el asunto revela un aspecto inquietante de los principios éticos y estéticos del periodismo que practica Asís. Desde que se inició la avalancha de revelaciones, delaciones y testimonios, no se ha cansado de repetir que uno de los primeros que investigó sobre la trama de la corrupción del sector público fue él.
Pero el precursor de lo que llamó despectivamente "periodismo patrullero" no solamente reniega de sus seguidores sino que rechaza los efectos que puede tener su continuación en sede judicial.
Esta aparente contradicción admite dos explicaciones. Una, el despecho de que otros se lleven un reconocimiento que entiende le corresponde. Otra, su resistencia a caer en el civic journalism, el periodismo como servicio público. El periodismo de Asís consiste en una narración concebida según criterios literarios, esencialmente novelísticos, que tiene por objeto entretener y eventualmente halagar la vanidad del sujeto "bien informado". Todo lo que suponga contribuir con información a causas de interés público le desagrada. Es la voz de los escépticos: tanto de quienes perdieron la fe como de los que presumen de no haberla tenido nunca. El analista sucumbe categóricamente ante el narrador, que como buen literato, se ha edificado a sí mismo como propio personaje de ficción.
Resulta inevitable que un posicionamiento de estas características termine en la legitimación de la impunidad. Su impostura de descarnado realista político lo hace precipitarse de censor del kirchnerismo a kirchnerista aparente, por pura reacción del medio en el que se desenvuelve.
Adicionalmente, puede estar temiendo que en la Argentina que se viene, el folletín que compone con la actualidad política se apague, deje de despertar esa curiosidad morbosa de quienes lo protagonizan y también lo sufren. Teme que el país empiece a aburrir. Para mal de él. Para bien, probablemente, del resto.