Lamentablemente, pero a la vez felizmente, las primeras fantasías con las que Alberto Fernández se propuso llegar a la presidencia de la Nación no parece que se cumplirán. El entonces candidato imaginó la primera semana desde su asunción, en caso de ganar, como aquella donde todos los jubilados verían aumentados sus retribuciones en un 20% (y eso para empezar), les regalarían a dichos jubilados todos los medicamentos que necesitaran, se le llenaría de dinero el bolsillo a la gente y las heladeras rebosarían completas de mercaderías de todo tipo.
Decimos lamentable pero felizmente porque nada se eso de cumplió ni está en vías de cumplirse pero gracias a dichos incumplimientos el país no volará por los aires con tanta demagogia imposible.
Todo cambió el día después de las PASO cuando Alberto Fernández se dio cuenta que estaba a un paso de presidir en serio el país. Entonces, con razonabilidad, y aunque no podía decirlo, empezó a construir una transición compartida, a la cual, con igual razonabilidad Macri accedió. Fernández no exigió rendiciones absurdas y a cambio Macri le ofreció adelantar todas las medidas que pudieran concertar para facilitarle el acceso al gobierno del mejor modo posible. Pacto implícito que se aceleró luego del triunfo en primera vuelta del peronismo y que logró una de las transiciones más ejemplares de las que se tenga memoria en democracia. Hay que reconocer entonces que tanto Macri como Fernández estuvieron a la altura de la historia que les tocó protagonizar.
Eso ayuda en el sentido de que, al menos en lo que se refiere al nuevo presidente y a su gabinete de ministros, no parece haber en la mayoría de los casos intenciones refundadoras que siempre son las que más daño hacen porque en nombre de querer borrar el pasado e inventar desde cero una nueva historia, lo único que se logra es reiterar por enésima vez los mismos errores porque no hay nada más similar a repetir -y para lo peor- el ayer que querer anularlo.
Eso lleva a que ningún nuevo ministro, en particular el de economía, tengan nada muy novedoso que anunciar y si lo hacen es para aumentar retenciones o impuestos, noticias nada felices pero cuando menos realistas en medio de una crisis que reconoce cientos de corresponsabilidades entre los anteriores gobiernos tanto de Macri como de Cristina Fernández.
Es posible, entonces, que si Alberto Fernández no tira por la borda todos los esfuerzos que se hicieron en el gobierno anterior y es, a la vez, capaz de dotar de política y estrategia a su gobierno ya que el de Macri casi no las tuvo, pueda reconstruir la normalidad en un país que hace mucho tiempo carece de ella. Y se trata de un momento propicio ya que hoy la Argentina parece una cuna de racionalidad por el modo en que está resolviendo sus conflictos en medio de un continente pletórico de convulsiones y estallidos del más variado tipo y por las más variadas razones. De actuar con inteligencia, y hasta ahora parece incipientemente estar ocurriendo ello, Argentina puede devenir un gran referente continental positivo.
Sin embargo, mientras olas de racionalidad tratan de hacer sobrevivir el país de sus nefastas herencias y de los cataclismos regionales, otra parte del gobierno avanza con prisa y sin pausa en pos de reconstruir viejos delirios renovados según las necesidades políticas del momento.
La voz de aura la dio la señora Cristina Fernández cuando en su alegato ante la Justicia les advirtió a sus jueces que se preparen porque pronto los juzgados serán ellos.
En esa línea se ha encolumnado el kirchnerismo entero dentro del concepto de “lawfare” que en términos suscintos explica (en su versión “revolucionaria” porque se trata de un invento de la “derecha” reapropiado por esa izquierda que tiene algunas deudas con la justicia) una conspiración universal de jueces, medios de comunicación y gobiernos oligárquicos contra los líderes populares del mundo.
Pero mientras el “lawfare” sea visto como lo que es, una teoría política más, es sabido que a nivel teórico los delirios no tienen porqué no ser permitidos. El problema es cuando se transforma al lawfare en un concepto jurídico con efectos concretos sobre la realidad. Que eso es precisamente lo que acaba de hacer el flamante gobernador Axel Kicillof al establecer en un decreto de designación que aquellos juicios, condenas o procesos que pueden encuadrarse (¿quién los encuadrará) en el régimen del lawfare, son inválidos. Algo que nos remite a la justicia de los tribunales populares de los gobiernos soviéticos o fascistas. En tal sentido, el decreto por el cual Kicillof nombra a su ministro de Salud es la suma de todos los delirios cuando dice textualmente:
“Que es importante destacar que el doctor Daniel Gustavo Gollan reúne las condiciones y aptitudes sustanciales para desempeñarse en el cargo de ministro de Salud.
Que no obstante lo expuesto el doctor Gollan ha declarado bajo juramento que se encuentra procesado en la causa judicial identificada como “CFP 6606/2015/TO1/13” bajo una injusta persecución penal.
Que, en tal sentido, dicho proceso se encuadra bajo el concepto de “lawfare”, entendido como el uso indebido de instrumentos jurídicos para fines de persecución política, destrucción de imagen pública e inhabilitación, donde se combinan acciones aparentemente legales con una amplia cobertura de prensa.
Que una causa judicial iniciada en el marco de un proceso de persecución política, judicial y mediática inédito en la República Argentina, desde el retorno de la democracia en 1983, no puede implicar impedimento alguno o inhabilidad para que ningún ciudadano pueda cumplir una función pública.
Que, en razón de lo expuesto y atendiendo a que el dr Gollan reúne en plenitud los requisitos establecidos en los artículos 71 y 148 de la Constitución de la provincia, corresponde proceder con su designación como Ministro Secretario de Salud”.
En palabras menos rebuscadas, lo que está firmando Kicillof es un decreto por el cual un jefe del Poder Ejecutivo ordena que un fallo de la justicia es inválido simplemente porque él ha determinado que se trata de una persecución política basándose en una teoría sociológica o filosófica inverificable en términos jurídicos.
Con este antecedente se acabó la Justicia en la Argentina en tanto poder independiente, ya que sus fallos y disposiciones pueden ser refutados por el simple decreto de cualquier político con un cargo ejecutivo.
Se trata, claro está, de un intento para comenzar el proceso de liberación, del modo en que sea, de todos los procesados o detenidos por corrupción durante el gobierno kirchnerista. Pero una cosa, aunque horrible, es un indulto, una amnistía o una reforma judicial. Y otra infinitamente peor institucionalmente hablando, es tomar la ley por mano propia y determinar la muerte de la Justicia en nombre de la más cruda razón de Estado disfrazada de proceso revolucionario. Una clara actitud ni siquiera autoritaria, sino más bien totalitaria.
He aquí entonces la doble realidad en la que deberá estar navegando Alberto Fernández: entre la racionalidad que le dicta la realidad que una parte de él desearía seguir y el delirio que le pretenden imponer desde el sector más fundamentalista de su coalición de gobierno. De quien se imponga dependerá algo más que el destino del gobierno, lo que dependerá es el destino del país de los argentinos.