Es posible equivocarse incluso teniendo razón. El error puede estar en el tono y en la elección de las palabras. El énfasis y los conceptos escogidos pueden revelar incomprensión de una circunstancia. La circunstancia impone la forma de expresar lo que tiene veracidad. De otro modo, la verdad pierde veracidad.
Entender esta paradoja es crucial. En determinadas situaciones, la estridencia y el dramatismo pueden parecer sobreactuaciones y tener el efecto contrario al pretendido.
En todas las veredas políticas hay quienes se atribuyen el derecho a la furia y la descalificación de aquellos que, aunque en la misma vereda, no acuerdan con lo que ellos respiran en afiebrados microclimas.
Entre los que dramatizan en la vereda opositora, algunos apoyaron la candidatura que auto-impuso Mauricio Macri, desperdiciando las chances ciertas de ganar que tenían otros dirigentes de Cambiemos y que el entonces presidente en modo alguno tenía. Ergo, tienen alguna responsabilidad en la situación política que los alarma.
Todo puede y debe debatirse, pero en el tono que impone la circunstancia. Hoy la circunstancia es la pandemia. Si un discurso señala (o parece señalar) que el problema principal es la cuarentena, comete un error grave. El problema es la pandemia.
Alterar el orden de esos factores es tan turbio como resaltar la gravedad del vandalismo por sobre la abyección del racismo que causó el estallido social en Estados Unidos. El saqueo es funcional al racismo porque empaña la valiosa y crucial protesta antirracista.
Del mismo modo, quienes actúan de manera similar al sectarismo delirante que pasó cuatro años gritando “Macri, basura, sos la dictadura”, están siendo funcionales al peligro que denuncian.
Hace tiempo que la política alteró la geometría. El centro no es un punto equidistante entre la izquierda densa y la derecha dura, sino el punto que se encuentra en las antípodas de ambas. Por igual razón, la posición equilibrada entre dos posiciones excesivas no está en un punto equidistante de ellas, sino en las antípodas de ambas.
A través de Dady Brieva, el ala densa del oficialismo aprieta al presidente para que censure y ataque a los que protestan. También lo presiona para enterrar la moderación a través de Gabriel Mariotto y su descripción implícita de Alberto Fernández como un Caballo de Troya.
La pesadilla inédita por la que atraviesa el mundo genera múltiples peligros y encrucijadas. Además impone dilemas y excepcionalidades.
En los liderazgos de instinto autoritario hay quienes quieren aprovechar la pandemia para crear poder hegemónico. Pero eso no implica que toda excepcionalidad responda a planes dictatoriales. Que las provincias cierren sus fronteras puede no ser constitucional, pero en la circunstancia imperante no implica que los gobiernos provinciales que lo hagan sean secesionistas.
No se puede analizar la excepción prescindiendo de la causa, aunque sea imprescindible advertir sobre los riesgos institucionales y económicos que esa excepcionalidad plantea.
Resulta lamentable Axel Kicillof culpando a María Eugenia Vidal y a Horacio Rodríguez Larreta de lo que ocurre en su distrito. Parece visible el uso de la pandemia para blindar de impunidad la inocultable corrupción pasada y la posible corrupción presente. Y es imperioso denunciar la doble vara: hay “lawfare” si imputan a Cristina pero no lo hay si el imputado es Macri; los que violan Derechos Humanos son los otros, pero no Jorge Capitanich y Gildo Insfrán cuando sus respectivas policías y fuerzas de choque persiguen y matan a miembros de la etnia Qom, ni cuando la policía tucumana asesina y desaparece a un campesino.
Una cantidad de señales muestran que el ala sectaria del oficialismo está presionando al presidente para que controle al Poder Judicial y retrotraiga el país a los años de la estigmatización y exclusión del oponente. Pero el énfasis y el tono en la advertencia no son rasgos periféricos. Pueden oscurecer en lugar de esclarecer. Pueden fortalecer lo que pretenden conjurar.
Los elogios del presidente a Insfrán y a Hugo Moyano fueron oscuros. Pontificar feudalismos sindicales y provinciales resulta deplorable. Lo que no está claro es si revela el éxito de los que lo están apretando, o muestra un líder débil buscando aliados para equilibrar fuerzas con quienes lo obligaron a borrar la palabra “albertismo”.
Es vergonzoso usar fondos públicos para empapelar las ciudades con carteles que dicen “Salarios 50% pagados por el Gobierno Nacional”. Pero ni algo tan burdo justifica describir las cuarentenas como si fueran Gulags y los infectólogos como apparatchiks de un nuevo totalitarismo.
La desmesura verbal y gestual se justifica con un presidente neroniano como Bolsonaro o una dictadura esperpéntica como la venezolana, pero suena absurda con Alberto Fernández.
Sin duda es grave confundir moderación con flacidez política. También lo es confundir la voz enérgica con el griterío histérico.