1. “La comprensión de que la vida es absurda no puede ser un fin, sino un comienzo”.
Uno sabe lo que tiene recién cuando lo pierde. Esta idea algo new age, re de autoayuda, no me gusta mucho por su carácter de cursi, pero hay que reconocer que le da en el clavo al asunto, y bien de lleno. Explica cómo cuando te choca de frente una crisis tal como la que vivimos hoy, ahí, justo ahí, caés en la cuenta de lo irremediablemente efímero que es todo. De la absurdidad en la que estamos inmersos.
Albert Camus (1913-1960), el autor del libro “La Peste” (1947), es también el cerebro detrás de la frase que abre esta columna sin rumbo. Camus, un tipo que perdió a su padre en la Primera Guerra Mundial, que sufrió la tuberculosis en su carne, que vivió la pobreza más cruda, ese tipo sabía que a veces hay que tocar fondo para entrever lo que alguna vez estuvo al alcance de nuestras manos. Pero que, lejos de ser un acto fútil de nostalgia, este pensamiento a contramano de la realidad, bien puede ser un comienzo. Una manera de comprender que todo eso que no supimos disfrutar del todo (aquel recital de la banda que es póster de tu habitación, aquel abrazo a tu abuela, aquel caminar alrededor del lago, aquel caerle de improviso a tu amigo y descubrir que estaba triste justo un segundo antes de que le cayeras de improviso), que todo eso podemos construirlo de nuevo ni bien termine nuestra propia peste, pero ahora sabiendo lo que ya sabemos. Sabiendo, dice el autor, que la vida es absurda. Y que por eso es maravillosa.
2. Camus, hay que decirlo, no era un tipo del que se pueda decir: qué de color de rosa que veía la vida, qué optimista el flaco este. De hecho, inspiró una corriente literaria (de la que Ernesto Sábato fue un subscriptor argento) denominada existencialismo. Pero, como existencialista que era, Camus odiaba que le dijeran existencialista.
Él tenía una visión más sencilla de su propia filosofía de vida: creía que el hombre se tenía que despojar de las grandes instituciones, de los grandes relatos moralistas, de las religiones, y notar de una vez por todas que la vida es más simple de lo que creemos. Y que gracias a ello, podíamos llegar a determinar que nuestro destino dependía solamente de nosotros. Si entendiéramos esto, pensaba el argelino, le daríamos el valor que hay que darle a la solidaridad, por ejemplo. Es decir, si el hombre está solo y despojado de todo, solo le queda apoyarse en el otro para sobrevivir.
En “La Peste”, Albert cuenta las vicisitudes de una epidemia que azota Orán en el siglo XX (se especula que la obra está basada en la epidemia de cólera que sufrió la misma ciudad durante 1849 tras la colonización francesa). En esta situación de ratas muertas en las alcantarillas, ciudadanos viviendo una pesadilla oscura en cada vereda del pueblo, y de miserias que afloran en la desesperación, surge un doctor que se niega a pensarse como héroe. Un profesional que solo hace lo que hay que hacer. Piensa en ayudar, en ser solidario, como respuesta obvia al problema. Es lo único que sirve frente a ese enemigo invisible peor que la plaga, peor que la enfermedad… Porque el verdadero rival de los personajes del libro, y de nosotros, es ni más ni menos que la incertidumbre. Esa sensación de que no tenemos nada controlado. La pregunta inteligente del autor es demoledora: ¿es que alguna vez tuvimos todo controlado?
3. “Las pestes, en efecto, son una cosa común pero es difícil creer en las pestes cuando las ve uno caer sobre su cabeza. Ha habido en el mundo tantas pestes como guerras y sin embargo, pestes y guerras agarran a las gentes siempre desprevenidas. El doctor Rieux estaba desprevenido como lo estaban nuestros ciudadanos y por esto hay que comprender sus dudas. Por esto hay que comprender también que se callara, indeciso entre la inquietud y la confianza. Cuando estalla una guerra las gentes se dicen: ‘Esto no puede durar, es demasiado estúpido’. Y sin duda una guerra es evidentemente demasiado estúpida, pero eso no impide que dure. La estupidez insiste siempre, uno se daría cuenta de ello si uno no pensara siempre en sí mismo. Nuestros conciudadanos, a este respecto, eran como todo el mundo; pensaban en ellos mismos; dicho de otro modo, eran humanidad: no creían en las pestes. La pestes no está hecha a la medida del hombre, por lo tanto el hombre se dice que la plaga es irreal, es un mal sueño que tiene que pasar...” (Albert Camus, “La peste”)
4. La palabra solidaridad aburre ni bien se la pronuncia. Pero porque está vaciada de contenido, porque la usamos para cualquier cosa, porque es un lugar común, porque mal cabe en frases como “los argentinos somos los más solidarios del planeta” (¡quién lo chequeó!); rebota en los actos escolares que se cumplen por el solo mandato del almanaque; abunda en esos almuerzos “benéficos” de caviar que -como le decía Susanita a Mafalda- recolectan fondos para comprarle polenta a los pobres.
El mataburros es rotundo: “Solidaridad: Adhesión o apoyo incondicional a causas o intereses ajenos, especialmente en situaciones comprometidas o difíciles”. La verdadera solidaridad es apoyar la causa del otro, no ‘la nuestra que quizá le sirve al otro’. Es saber que lo correcto es quedarte en casa, pero sin anclarte en el slogan de la tele, y también pensar un cachito cómo ayudamos a aquel que debe salir, porque es esencial o porque si no sale, no come.
Solidaridad es animarte a pedirles a los políticos que se bajen los sueldos, porque sus ganancias son impúdicas; pero también reclamar que los sectores que se llevaron tanto durante tanto tiempo, ahora aflojen y cedan para que sea más fácil salir de esta. Sí, se puede y se debe reclamar las dos cosas. Porque solidaridad también es dejar la disputa política a un lado, esa que dice que si apuntas a racionalizar lo público sos de derecha y si querés que el empresariado se arremangue, sos de izquierda. La grieta puede esperar. Ese pensamiento binario siempre fue estúpido, pero ahora, con el Covid-19 golpeando la puerta, se antoja mucho más idiota aún.
En definitiva, ser solidario es dar el mejor esfuerzo, estés en el sector que estés; es no subir los precios en tu despensa de barrio; es regalarle un presentito a tu vecino médico o enfermero; es buscar en Google Maps el comedor más cercano y hacerle llegar parte de tu pedido mensual.
Ser solidario, decía Camus, es “no ponerse del lado de quienes hacen la historia, sino al servicio de quienes la padecen”