Siria será la mayor mancha en la presidencia de Barack Obama, una debacle de proporciones asombrosas. Durante ya más de cuatro años, la guerra se ha enconado. Un país ha sido destruido, cuatro millones de sirios son ahora refugiados, el Estado Islámico ha cubierto el vacío y el presidente Bashar Assad sigue lanzando bombas cuyas esquirlas y cloro hacen pedazos a mujeres y niños.
Por mucho tiempo, quienes huyeron esperaron en las cercanías. Querían regresar a casa. Llenaron los campamentos en Turquía, Jordania y Líbano. Cuando se volvió evidente incluso para ellos que su "casa" ya no existía, nada los detuvo en su desesperada huida hacia la percibida seguridad de Europa. La crisis de los refugiados es la crónica de un desastre anunciado.
A los refugiados no les importa lo que piense la Europa "cristiana". Están más allá de que les importen los impedimentos o ilusiones de Europa. Quieren que sus hijos vivan. En su patria, más de 200.000 personas han sido asesinadas. Las estadísticas insensibilizan, pero menos cuando se conoce a los muertos. Esta destrucción de un Estado es consecuencia de muchas cosas, entre ellas la inacción occidental.
El intervencionismo estadounidense puede tener consecuencias terribles, como ha demostrado Irak. Pero el no intervencionismo estadounidense puede ser igualmente devastador, como ejemplifica Siria. No hacer nada es tanto una decisión como lo es hacer algo. El péndulo oscila incesantemente entre intervencionismo y atrincheramiento porque Estados Unidos tiene muy metida la idea de que puede hacer del mundo un lugar mejor. Mirar hacia su interior por mucho tiempo no es una opción para una nación que es también una idea universal. Todos los conflictos importantes plantean la cuestión de en qué medida debería involucrarse Estados Unidos.
El presidente Barack Obama ha tratado de reducir el alcance estadounidense después de las guerras sin victoria en Afganistán e Irak. Ha respondido a un estado de ánimo de agotamiento nacional ante las aventuras extranjeras (aunque los estadounidenses no se han sentido muy contentos con el giro de Obama hacia la prudencia). Ha tratado mejor de alinear el poderío estadounidense con lo que es, según su percepción, la capacidad limitada de Estados Unidos para marcar una diferencia por sí solo en una época de creciente interdependencia.
Una definición de la doctrina de Obama la dio el propio presidente el año pasado cuando declaró: "Evita errores. Se anotan sencillos, se anotan dobles; de vez en cuando deberíamos poder anotar un jonrón". O, más sucintamente, "No hagamos estupideces".
Pero eso no es suficiente, como demuestra Siria. Obama tiene importantes logros de política exterior, incluidos trascendentales acuerdos con Irán y Cuba que requirieron valor y persistencia (falta por ver cómo resultan esos avances, pero constituyen una victoria sobre el enfrentamiento estéril).
En otras partes, sin embargo, ha subestimado el poderío estadounidense. En Siria y Libia, se ha lavado las manos de conflictos a los que Estados Unidos no podía darles la espalda. Esa negligencia tiene una repercusión negativa en Estados Unidos, como ha demostrado su experiencia en Afganistán desde los años 80. Nadie ama tanto el vacío como un yihadista. Y a nadie le gusta tanto el titubeo estadounidense como a Vladimir Putin.
En 2011, Obama dijo: "Ha llegado el momento de que el presidente Assad se haga a un lado". En ese momento, como han demostrado los acontecimientos, el presidente no tenía en marcha una política para lograr ese objetivo ni voluntad de elaborarla. Sus palabras fueron de una grave irresponsabilidad.
En 2013, con Francia dispuesta a unirse a Estados Unidos en ataques militares contra Siria, Obama se echó para atrás en el último minuto
de sostener la "línea roja" que había marcado ante el uso de armas químicas por parte del régimen de Assad. Al hacerlo, reforzó a Assad, reforzó a Putin, declinó cambiar el rumbo de la guerra siria, y restó peso a la palabra de Estados Unidos en el mundo; reveses de mucha mayor importancia que librar a Siria de armas químicas. Esto fue un error.
Sí, China y Rusia han obstruido constantemente la acción concertada en torno a Siria en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Sí, el cambiante acomodo de las fuerzas y los intereses en Siria ha sido un desafío para la estrategia política. Sí, incluso la intervención limitada tenía sus riesgos. Pero, ¡no! Esa ruina no era un resultado inevitable.
En múltiples etapas, si Obama hubiera reunido la voluntad, la creencia en el poderío estadounidense, había opciones. Los aviones sirios que arrojaban esas bombas químicas podían haber sido derribados. Podría haberse creado un área segura para los refugiados. Armar a los rebeldes pronta y masivamente habría cambiado el rumbo de la guerra. Lo que pudo haber ocurrido, por supuesto, no tiene mucho peso. Nunca lo sabremos. Solo conocemos los hechos de la pesadilla siria que ahora se desborda, en varias formas, hacia Occidente. Siria, rota, será la grieta que siga cediendo.
En Libia, Obama bombardeó y abandonó. En Afganistán, Obama aumentó la intervención y se retiró. En Siria, Obama habló y titubeó. Se ha sentido cómodo con el uso localizado de la fuerza -el asesinato de Osama bin Laden, por ejemplo-, pero incómodo con el poderío militar estadounidense.
Siria es la pregunta que la doctrina de Obama debe responder si no desea ser considerado modesto hasta el punto de la insignificancia.