La cuarentena instaurada en el país a raíz de la pandemia desatada por el llamado Covid 19, se ha constituido en el tema central de nuestras existencias desde hacen ya dos largos meses.
Esta centralidad, ha subordinado la mayoría de nuestras habituales prioridades anteriores, generando o mejor imponiendo un espacio de reflexión interior, impensado por su dimensión y las consecuencias que tendrá en el futuro.
Nos ha colocado en el rígido eje de una bisagra histórica con una aleta férreamente atornillada a un pasado que a menudo nos avergüenza y con la otra, libre y vacilante aún, que debiera sujetarse firmemente a un futuro del cual podamos alguna vez, enorgullecernos.
La pandemia no ha creado nada nuevo en el país, solo lo ha develado, lo ha sacado a la luz.
Ha sido el disparador eficiente para que reparemos en el terreno concreto y no solo en el discurso político, sobre la indignante realidad de un país productor y exportador de alimentos y al mismo tiempo incapaz de evitar el hambre de su propia población.
De gobiernos de distintos signos partidarios que han priorizado la inversión de dineros públicos en marketing político, en maniobras financieras de tortuosa especie y en elementos suntuarios, en lugar de crear sistemas de salud, de educación, de viviendas, de saneamiento, acordes a las necesidades reales del pueblo.
La pandemia en suma, ha echado un rayo de luz poderoso, inmisericorde pero imprescindible sobre la brutal desigualdad social no solo en el país sino en el mundo entero.
En nuestro caso, este encierro obligatorio nos brinda horas de reflexión en la calma que proporciona el tiempo disponible, el espacio “sine die” que se abre hacia adelante.
Y en esa meditación sincera –no hay a quien confundir ni engañar- frente a la amenaza latente, surge la necesidad de reinstalar la esperanza, nos impulsa a imaginar un futuro mejor, superador, reivindicativo.
En materia social, futuro y educación son términos inescindibles.
Después de los cambios obligados recientemente, la alternativa digital parece tener garantizada su continuidad y con ella la obligación de atender un sano consejo del poeta y filósofo Antonio Machado: cuidar “que los novedosos no apedreen a los originales”.
Porque el propósito original de nuestra legislación educativa –Ley 1420– fue la igualación y será necesario que por fin, todos los niños argentinos tengan en la realidad concreta, igualdad de oportunidades y de posibilidades para acceder a la educación.
Ese principio de igualdad, entronizado en las estrofas de nuestro Himno Nacional, debe ser inspirador para los gobernantes actuales y futuros y también para todos los estratos sociales que en la actualidad, acuciados por la incertidumbre y las revelaciones dolorosas que nos deja la pandemia, están abocados casi sin excepción, a mitigar las consecuencias de situaciones cuyas causas no fueron atendidas cuando se debió hacerlo.
Priorizar inversiones en salud, en educación, en saneamiento ambiental, en viviendas, en ciencia y tecnología, en producción de empleos dignos y sustentables se ha convertido en una obligación que no podrá ser desoída y que todos deberemos custodiar.
Pero esta responsabilidad que nuestras instituciones de gobierno deberán asumir, tendrían que complementarse con el mantenimiento de la actitud general de nuestra población que felizmente estamos contemplando en la actualidad.
La solidaridad de todos los estratos, la mirada humana y compasiva con los sectores más humildes y por tanto vulnerables, la comprensión de que pertenecemos a una comunidad de destino y todos estamos vinculados en ella.
Es de esperar que los viajes a nuestro interior que en estos días tenemos tiempo de realizar, soslayando otras consideraciones filosóficas o metafísicas que pudiéramos hacer, nos devuelvan un poco “mas buenos” a la esperada “nueva normalidad”.
Y será necesario entender que la bondad es una manifestación superior de la inteligencia.