Por Luis Alberto Romero - Historiador. Club Político Argentino
Como es sabido, toda crisis implica una oportunidad: la posibilidad de construir algo diferente de lo que se derrumba. El país se encuentra hoy en medio de una crisis política que coincide con el tramo final del mandato presidencial.
Las elecciones, que comenzarán pronto, conllevan una oportunidad para las fuerzas políticas opositoras. Para aprovecharla, tienen que pensar menos en quién de ellos ganará y concentrarse en cómo debe ser el futuro gobierno.
La crisis se desarrolló gradualmente en los últimos dos o tres años. La gestión del Gobierno se ajustó al proclamado “ir por todo”, y cada contratiempo u oposición tuvo como consecuencia una aceleración de su impulso que, a diferencia de años anteriores, sólo logró endurecer las resistencias. Así ocurrió con la economía, las denuncias por corrupción, el enfrentamiento con los medios independientes y con la Justicia.
En ese contexto estalló el caso Nisman. Primero fue una denuncia penal que desnudó un lado muy oscuro del Gobierno. Luego, la muerte del fiscal, en circunstancias cada vez más confusas.
Finalmente, la reacción del Gobierno, más preocupado por sembrar sospechas que por investigar seriamente. La Presidenta, particularmente, ha estado poco feliz; se niega a asumir sus responsabilidades como jefa de Estado y se limita a acaudillar su facción. Su gobierno se debilita, lo mismo que su jefatura. Allí está la oportunidad.
La oposición afronta tres desafíos. El primero es contribuir a que se llegue normalmente a las elecciones de octubre. Existe una amenaza destituyente, alojada en el seno del propio gobierno. La proclamada decisión de “ir por todo” esboza un camino oscuro, que puede incluir desde un aumento de la violencia hasta un autogolpe.
Esto sería inimaginable en un país democrático y republicano como el que creímos tener; tan inimaginable como la incierta muerte de un fiscal. En estas cuestiones, más vale prevenir que curar: la oposición, política y social, debe sostener la legalidad institucional contra todos, incluso contra las autoridades actuales.
El segundo desafío de la oposición consiste en ganar las elecciones. Esto se refiere, por un lado, a las diferentes fuerzas políticas, por ahora bastante lejanas entre sí; por otro, al sector que podría denominarse la “sociedad opositora”, es decir la parte de la sociedad convencida de la necesidad de iniciar otro ciclo político.
Este sector reflexiona y se expresa activamente desde hace dos años, y ya ha llegado a una serie de acuerdos básicos.
La sociedad opositora reclama a los políticos que se unan mediante un compromiso que dé forma a sus acuerdos generales, referidos a la institucionalidad republicana y a la recuperación del Estado.
De esto depende su capacidad para hacerse cargo de la infinidad de problemas urgentes y, sobre todo, de la tremenda brecha social que ha segregado al mundo de la pobreza. Esto es lo que se escucha y se lee en cualesquiera de los foros donde se manifiesta esta opinión activa, que va sumando a un sector cada vez mayor de los indiferentes.
Los políticos, por su parte, arrastran ideas antiguas, prejuicios y afrentas acumulados. Pero sobre todo, cada uno especula con obtener el voto de la mayoría opositora, dispuesta a seguir a aquél que más chances tenga de derrotar a la candidatura oficialista.
Esta candidatura, por otra parte, conserva sus chances, si durante los próximos meses las cosas se alinean de una cierta manera, de modo que todavía tiene capacidad de aglutinar a la oposición detrás de quien pueda derrotarlo.
En términos electorales, se trata de un juego extremadamente arriesgado. Nuestro sistema da el triunfo a quien en la primera vuelta obtenga 45% de los votos, o sólo 40%, si la diferencia con el siguiente supera 10%. Es decir que puede no llegarse a una segunda vuelta polarizadora. En ese aspecto, los candidatos opositores juegan con fuego.
Pero el desafío más importante de la oposición sólo se hará evidente después del 10 de diciembre de 2015. Si los candidatos opositores concurren por separado, el voto mayoritario sólo habrá consagrado a una opción con poco peso para legitimar una gestión de gobierno. Esa gestión enfrentará dificultades inmensas, imposibles de superar para un candidato aislado.
Primero tendrá que asegurarse una mayoría legislativa firme y estable que enfrente a una minoría oficialista importante, al menos durante los dos primeros años. Luego debería contar con el apoyo de un número significativo de gobernadores, incluyendo el de la provincia de Buenos Aires. Un presidente puede gobernar con un opositor en la capital, pero la Provincia de Buenos Aires es otra cosa.
La pregunta es cuándo y cómo se construirá esa mayoría, que ha de ser fuerte como una roca. En primer lugar, porque las tareas que habrá de afrontar son inmensas, desde las urgentes e imperativas, como el default o la falta de reservas, hasta las profundas, como la recuperación institucional. Todas ellas requieren un sólido consenso que asegure su perdurabilidad.
Pero, además, el nuevo gobierno necesitará una fuerza política inmensa para afrontar los embates de todos los intereses que resultarán lastimados. Algunos son ilegítimos y otros son legítimos; unidos, seguramente constituirán un problema mayúsculo.
En suma, el próximo gobierno no puede darse el lujo de prescindir de alguno de los segmentos políticos opositores. Debe reunirlos en un acuerdo con una fuerza, una convicción y un compromiso que lo haga invulnerable a las coyunturas políticas. En la Argentina no hay mucha tradición en materia de acuerdos, de modo que habrá que construirlo con pocos precedentes.
Allí está la oportunidad, que es fugaz. Hay que atraparla, no dejarla pasar, lo que exige virtuosismo político, generosidad y amplitud de miras. Los políticos opositores tienen una ventaja: el aval del arco social que los votará.
Pero no llegarán lejos si piensan en las opciones electorales como un juego de truco, en el que el más vivo se queda con lo de los otros. Sólo una idea clara de cómo debe ser el futuro gobierno puede iluminarlos y llevarlos por el camino adecuado.