Según pasan los días se torna evidente que el mayor éxito obtenido por el peronismo unificado por Cristina no fue sólo el caudal de votos que obtuvo en los primarias -y lo puso en condiciones de triunfador en un balotaje teórico-, sino el modo en que abrochó ese mensaje con la devaluación posterior.
A ese nuevo y gravoso ajuste de la economía, el regreso electoral del peronismo contribuyó como causa. Pero consiguió adjudicarlo al macrismo en sus efectos. La fórmula encabezada por Alberto Fernández logró de esa manera dos ventajas que parecen por ahora indescontables para el oficialismo: la de las urnas y la de la devaluación. Una puso el piso de la distancia: 15 puntos. La segunda con seguridad lo aumentó.
El candidato ganador acopió un margen de maniobra tan amplio que le permite ajustar todos los días la distancia que toma del Gobierno para competir y la que cede para dar certezas de gobernabilidad.
Y el oficialismo se ve obligado a castigar con mayor fiereza al ganador de las primarias para achicar la diferencia, mientras requiere de su concurso político para estabilizar la economía.
Está claro que la comodidad ha migrado de una posición a otra. Ya no opera como el habitual recurso de los oficialismos. Cuando el sentido de la inercia se modifica, el tiempo a favor cambia de bando.
Alberto Fernández hace equilibrio entre el imaginario infinito que explotan los candidatos y las definiciones precisas que se les requiere cuando se acercan al poder real.
Mauricio Macri también camina en la soga floja: entre los anuncios y desmentidos de gestión y el nuevo rol de retador al que las circunstancias lo obligan.
Fernández imprimió algunos giros innovadores a su discurso de campaña. Su descripción de la escena alude cada vez menos a una crisis similar a la que heredó Eduardo Duhalde. Y algo menos a la que recibió Néstor Kirchner en 2003.
Fernández se ha apropiado con perspicacia del escenario que había obtenido Mauricio Macri en 2017. El mismo que el Gobierno abandonó entonces por decisión propia, por sus reticencias a ampliar su base de sustentación política.
El candidato ganador en las primarias ha recuperado en sus propios términos el discurso de tono desarrollista que el oficialismo sostenía antes de que la suba de tasas internacionales y la sequía de 2018 forzaran el aterrizaje forzoso de la ilusión gradualista. Es una jugada hábil: cautivar en el voto dudoso la ilusión retroactiva del momento más reciente menos crítico.
Esta captura simbólica no sólo opera cuando Fernández modera su discurso sobre la renegociación de la deuda externa y ordena su agenda con un sesgo más receptivo a las reformas orientadas al mercado.
Fernández también detona connotaciones complicadas para el oficialismo cuando se adueña del concepto de coalición política. Que fue el recurso de Macri para explicar -y administrar- las disidencias intestinas en su bloque de poder. A Fernández le rinde el doble: pospone hasta el momento de una eventual gestión futura la incertidumbre presente sobre su relación con la estructura de Cristina.
Finalmente, el candidato opositor también ha inaugurado otra innovación discursiva que a Macri le fue rentable en sus inicios: el reconocimiento del error. La autocrítica es la bala de plata en los presidencialismos. Aún como candidato, Fernández la usó con criterio al revisar lo que había dicho sobre Jair Bolsonaro y la relación con Brasil.
Todas estas esgrimas no ocultan algunas debilidades persistentes del candidato opositor. Cada vez que se le requiere una definición sobre el pasado reciente afloran las incomodidades. En ocasiones las supera recordando su identificación con los gobiernos kirchneristas. Y en otras subrayando sus críticas posteriores, que no fueron menos vehementes.
El recurso de oscilar como un péndulo entre los dos términos opuestos de esa contradicción puede servirle para eludir alguna pregunta ácida. Pero mantiene la incertidumbre de toda contradicción.
Macri no explotará ese flanco débil de su oponente, ni resolverá la incomodidad de su nuevo rol de retador, reclamando en vano que aparezca Cristina. Resultaría extraño que tras el éxito electoral de su repliegue táctico, la expresidenta vuelva sobre sus pasos al sólo efecto de rescatar a su adversario.
Los hechos de gobierno y de política concreta en el territorio son los únicos que pueden ayudar al oficialismo en el brete.
Más que el discurso, fueron las decisiones de administración las que le arrimaron algo de oxígeno. El recambio en el Ministerio de Hacienda fue recibido con el mejor de los activos electorales: estabilidad. Los anuncios sobre reducción de impuestos y pausa en los precios de los combustibes le provocaron al Gobierno reacciones adversas entre los gobernadores, pero contagiaron la expectativa de algún alivio entre los votantes.
El otro escenario adonde el oficialismo está revisando con crudeza lo que sucedió en las Paso es el de la fiscalización y logística electoral. En territorio bonaerense, las disidencias entre el frigerista Sebastián García de Luca y el peñista Federico Morales abrieron fisuras que el peronismo unificado aprovechó sin piedad.
El fracaso de las primarias le quitó el velo a las mezquindades e intrigas menores de una estructura que Miguel Pichetto supo describir hace tiempo con crudeza. Si quieren sobrevivir, las almas bellas deberán construir desde el polvo y el barro su odisea.