La nueva era imperial capitalista - Por Carlos Salvador La Rosa

La nueva era imperial capitalista - Por Carlos Salvador La Rosa
La nueva era imperial capitalista - Por Carlos Salvador La Rosa

Cuando Francis Fukuyama publicó su famoso opúsculo sobre el fin de la historia, nadie se preocupó mucho por preguntarse si sus profecías se convertirían en realidad o no.

Más bien se trató de cuestión de deseos: unos (los ganadores liberales) querían que se cumplieran, y otros (los viudos del comunismo) no. Y la verdad es que lo que previó se cumplió a medias.

Luego de un siglo donde dos sistemas absolutamente opuestos en lo político, lo económico y lo ideológico compitieron entre sí, uno de ellos se impuso sobre el otro: lo que Fukuyama denomina la democracia liberal.

El estudioso esbozó la osada tesis que con su triunfo se acabó la historia en el sentido entendido hasta ahora. Ya no habría más conflictos entre grandes sistemas, sino que todo se reduciría a un único gran sistema que sólo debería vencer resistencias particulares como los nacionalismos y los fundamentalismos, quienes jamás podrían competirle en su ambición de dominio del mundo entero.

Hasta ahora, aunque les duela a los “viudos” nostálgicos de la patria socialista, todo ocurrió más o menos así. La democracia liberal sufre sus cíclicas crisis internas (como la del 2008) pero no le surgen alternativas. Excepto fundamentalismos como Bin Laden o el Estado Islámico. O nacionalismos xenófobos de todo tipo, por derecha y por izquierda, incluso dentro del propio EEUU con Trump.

Sin embargo, la democracia liberal no está avanzando por el mundo, sino que más bien está retrocediendo o no entra en muchos lugares. En los años 90 se pensaba que ella sería el futuro destino de toda la humanidad, por las buenas o por las malas.

En América Latina se fue construyendo por las buenas luego de la caída de las dictaduras apoyadas en su mayoría por EEUU, pero en Oriente Medio se la intentó imponer a los tiros y con bombas en algunos sitios, mientras que en otros, a través de lo que se dio en llamar la Primavera Árabe, se creyó que serían las revoluciones populares ayudadas por las redes sociales las que impondrían las democracias liberales.

Pero sucedió que entrado el siglo XXI todas esas ilusiones se fueron disipando. El “imperio” global único, capitalista y liberal cada vez con más democracias, como profetizaban tanto Fukuyama desde la derecha como Toni Negri desde la izquierda, de a poco se va diluyendo, aunque sin que desaparezcan sus atributos capitalistas. Pero en un nuevo contexto.

Por todos lados pulula un híbrido sacado del pasado que va tomando tremenda actualidad: hablamos del “populismo”, pero en versión posmoderna: un sistema político que tiene, casi siempre, una fachada democrática (aunque no mucho más que la fachada) pero que institucionalmente reemplaza las características liberales y republicanas por nacionalismos y fundamentalismos del más variado tipo.

Este nuevo populismo sería una especie de nacionalismo fundamentalista light con mera cobertura externa de democracia. Cada vez más alejado de la república liberal, tendiente a formas autoritarias, a veces lindando con la dictadura como en Venezuela, Turquía y varios países de Europa del Este.

Sin embargo, por arriba de este populismo que todo lo va cubriendo por abajo y que expresa las peores tendencias de las sociedades modernas (la xenofobia, el racismo, la discriminación, el nacionalismo agresivo, el odio a la globalización, el proteccionismo aislacionista, el retorno al caudillismo y al tribalismo) un nuevo sistema mundial se va imponiendo. Imperial pero no compuesto por un único imperio sino por varios. Imperios que justamente vienen a discutir o minimizar la democracia liberal que Fukuyama creyó sería el nuevo sistema universal. Y que hoy tiene tres grandes cabezas emergentes, pero puede tener más: EEUU, China y Rusia.

No obstante, hay algo que los unifica a los tres, que no es precisamente la democracia liberal sino el capitalismo. Ese capitalismo que tan bien describió Marx en “El Manifiesto Comunista” y en “El Capital”, como aquel torrente imponente portador a la vez de progreso, modernidad y desigualdad, capaz de sacar a enormes masas de la pobreza ancestral para luego imponerles nuevas formas de dominio donde la brecha entre los pobres y los ricos no hace más que agrandarse.

Porque eso hace el capitalismo, elimina viejos privilegios para traer otros, hace avanzar materialmente la humanidad pero no a través de la solidaridad sino haciendo del hombre lobo del hombre.

Y ese sistema, guste o no guste, es el que se va imponiendo universalmente como modelo único. Pero no acompañado de la democracia liberal y republicana, que es quien podría ponerle límites a sus excesos, sino reforzando las particularidades tradicionales de cada cultura donde penetra, a la que contagia con su frenesí turbulento.

Así, en Rusia hace que los excomunistas con sus riquezas conservadas desde cuando dejaron el poder y las nuevas mafias surgidas de la debacle de la URSS, vayan convirtiéndose en los soportes del poder del nuevo zar, Vladimir Putin, que transforma a todos ellos en sus capitalistas amigos.

Continuando a Pedro el Grande, a Iván el Terrible y al “Padrecito” Stalin, el nuevo mandamás incorpora el capitalismo desde su Estado autoritario tradicional ruso y deviene una de las cabezas del nuevo mundo imperial, donde la democracia ya no importa, porque de aquí en más, como en una monarquía electoral, siempre ganará él.

En China su presidente, Xi Jinping, elimina las prohibiciones constitucionales que le prohibían reelegirse y deviene un nuevo emperador, como lo eran los confucianos o Mao Tsé Tung. Mantiene el comunismo como sistema político y el capitalismo más salvaje como doctrina económica de Estado y se apoya, tal cual tradicionalmente lo hizo China, en los letrados y la burocracia estatal en tanto clase social dirigente.

Entre los aspirantes a imperio queda uno solo que mantiene como concepción institucional la democracia liberal, los EEUU, pero con Trump ella sobrevive a pesar y no en tanto sostén del nuevo emperador. Como si Atila hubiera vencido y conquistado el imperio romano.

El capitalismo populista de Trump, el capitalismo de amigos de Putin y el capitalismo burocrático de Xi Jinping son profundamente autoritarios en lo político, mientras que en lo económico más que liberales son hobbesianos, capitalistas salvajes donde triunfa el que es más capaz de pasar por encima del otro del modo en que sea. Cercanos, todos, al régimen de Pinochet en Chile, aquel inspirado en el liberalismo de los Chicago boys, que aunaba la libertad de mercado y la dictadura política.

Dándose la paradoja de que así como el capitalismo en el siglo XIX arrasó con el sistema feudal y las viejas corporaciones, el capitalismo del siglo XX arrasó con quien se suponía era su continuador y presunto superador, el comunismo.

Y ahora, en el siglo XXI el capitalismo se hace adoptar por todas las tradiciones políticas históricas y recrea los viejos imperios zaristas-stalinistas, confucianos-maoístas y del gran garrote yanqui, apoyándose mucho más en el populismo que en el liberalismo. Un capitalismo muy flexible, que arrasa con todo el pasado reciente pero a la vez hace revivir otros anteriores.

Sólo Europa, y únicamente mientras Alemania y Francia no acaben en manos del populismo xenófobo, mantiene el espíritu de la democracia liberal.

Pero lo cierto es que son cada vez más las evidencias que indican que en este nuevo mundo imperial y capitalista que se está gestando, el idealismo de Fukuyama y de Vargas Llosa acerca de que el triunfo del capitalismo no hace más que reforzar la democracia liberal, aparece como una falacia o una ingenuidad.

El capitalismo parece adaptarse a todos los sistemas políticos, mientras que la democracia liberal está siendo rechazada cada vez más por los unos y por los otros.

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