La noche de los puñales

El escritor Juan Martín ofrece otra entrega de su investigación sobre la muerte de las personalidades de nuestra historia. Los últimos días de un federal.

La noche de los puñales

Transcurría plácido y tranquilo en el Palacio San José  ese atardecer del 11 de abril, comienzo de la Semana Santa de 1870. El patrón, don José, como lo llamaban sus paisanos, tomaba mates que le acarreaba una chinita, cómodamente sentado, tomando el fresco de la tarde en un sillón bajo la galería principal de su casa.

Los años habían engrosado su figura. Pero todavía podía montar en un potro chúcaro, todavía podía “galopar una noche entera”, como dicen que había dicho una vez el viejo General Mansilla en la Legislatura de Buenos Aires. Todavía podía adormecerse sobre un recado y dormir bajo el cielo de Entre Ríos, como lo había hecho innumerables veces, allá en sus años de mozo, andando en campaña.

¿Qué es lo mejor que puede sentir un hombre en su madurez? Satisfacción consigo mismo. El General era un hombre satisfecho de sí mismo.

Atrás habían quedado los lejanos días de Rosas, cuando él, a pesar de tener los mejores jinetes del mundo bajo su mando, debía rendirle pleitesía al gobernador de Buenos Aires. (...) Atrás también había quedado el Tratado de Alcaraz, cuando le había tocado sufrir la humillación de ser desautorizado por el señor restaurador. A todo se sobrepuso el General. Y cuando juzgó llegado el momento se levantó desde su Entre Ríos, para ajustar cuentas con el porteño.

Hizo y deshizo a su antojo durante una década, sacó y puso gobernadores, entró y salió con sus gauchos de la culta y rica Buenos Aires, cuando se le antojó. Penetró luego de Caseros en esa ciudad pintada de colorado de galera y poncho. Para que vieran quién era el General Urquiza. Una mezcla de gaucho y hombre mundano.

Mandó sus jinetes a pelear cuando quiso y cuando no quiso se retiró del campo de batalla, al paso de su caballo sin que nadie osara perseguirlo. Mitre lo sabía muy bien. Y a propósito de Mitre… ¡Los unitarios! ¿Qué sabían de la vida y de la patria esos doctorcitos, esos lechuguinos de Buenos Aires que lo único que servían era para escribir poesía? ¿Pensaban que él les iba a regalar el triunfo de Caseros?

Sinceramente, prefería a Rosas, lo comprendía, era su igual. Por eso le había enviado auxilios económicos a Inglaterra. No era justo que un estanciero argentino viviera reducido a la condición de granjero pobre.

Además, la generosidad agranda al triunfador. Sin embargo, los tiempos cambian, y había que tranzar con los nuevos aires, después de todo, aquel que no se adapta, termina siendo un fracasado. Pues bien: ¿Querían arte, refinamiento?
Ahí estaba su Palacio, que tenía hasta servicio de agua potable, de la cual todavía carecían los doctorcitos de Buenos Aires. ¿Querían leyes? Allí tenían la Constitución. ¿Querían una autoridad constituida legalmente? Allí estaba el Presidente de la Confederación Argentina General don Justo José de Urquiza. ¿Querían alejar el caudillismo? Pues que Varela y el Chacho se las arreglaran como pudiesen. ¿Querían ayuda para ganar una guerra? Allí estaban sus entrerrianos luchando en el Paraguay.  Él ya había cumplido su cuota de heroísmo

Era inexpugnable Paraná. Eran inexpugnables sus campos, sus saladeros. La historia lo recordaría como él héroe que depuso al tirano y organizó el país. Lo cual no había impedido que su vida transcurriera disfrutando de la seguridad que da la fuerza propia y el bienestar que otorgan las delicias de la vida en un palacio renacentista, que se había mandado construir en el corazón de su tierra. Adornado con frescos que recordaban sus triunfos en el campo de batalla, vitrales, patios con finas rejas de hierro forjado y parrones. Artistas europeos habían llegado para embellecer la residencia del General. El Palacio San José era una bofetada a la soberbia porteña.

Hábil billarista, eximio bailarín, su lugar preferido era la sala de los billares. Una sala para hombres. Allí se fumaba (aunque él no lo hacía), se charlaba a gusto y placer, sin oír el cotorreo de las mujeres. Le gustaba su vida, le gustaba su casa, su esposa, sus amantes. Le gustaba ser quien era. (...)

Sonreía el General. Entre Ríos era su provincia, no había nacido el hombre que se atreviese a desafiarlo. Sí, era hermosa la vida, era hermosa su provincia, era hermosa su casa, eran hermosas sus mujeres. Allí en una de las habitaciones, su última esposa amamantaba a su hija número veintitrés. Bah… había algunos más desperdigados por ahí, pero a todos, bastardos o no, el General los había favorecido.

Mientras tanto, el anochecer se cernía sobre las arboledas del Palacio de don José, el patrón…
Pero no todo era tan plácido en la provincia y en el país. José Hernández y Evaristo Carriego, descontentos con lo que consideraban una traición de Urquiza a la causa federal, clamaban por escrito por la muerte del General.

Es que el caudillo, para cierta parte del gauchaje federal, se había reblandecido, había tranzado con los porteños. ¿Por qué, no obstante no haber sido derrotado, se había retirado en Pavón, permitiendo que los unitarios gobernasen el país y le impusieran su sello en definitiva?

¿Por qué no había auxiliado en su momento al Chacho y a  Felipe Varela? ¿Por qué había enviado hombres a pelear al Paraguay en una guerra que sólo a los porteños interesaba? ¿Por qué había agasajado a Sarmiento y a Mitre en su lujosa residencia? ¿Por qué siendo como era, el hombre fuerte del país no utilizaba esa fuerza para servir a las masas campesinas?

Un hombre iba a tomar esas banderas de odio y resentimiento: Ricardo López Jordán. Cincuenta hombres hubo de mandar para asesinar a uno solo. La partida enviada para matar a Urquiza llegó al Palacio San José y cinco de ellos entraron al galope. A los tiros ingresaron por la parte trasera gritando como desaforados “¡Abajo el tirano Urquiza! ¡Viva el General López Jordán!”

Olvidaba López Jordán que su padre en su momento, se había salvado de ser fusilado por Rosas gracias a la influencia de Urquiza.
La escena nos remite a otra, dos mil años antes, en que la víctima había exclamado al reconocer a su protegido entre los conjurados: "¡Tu también Bruto, hijo mío!".

Urquiza advirtió inmediatamente que se trataba de un atentado contra su vida y corriendo, penetró en el interior de su casa y salió luego con un fusil, presto a defenderse. Alcanzó a efectuar un disparo, hiriendo en un hombro a Luna; a la vez que exclamaba a viva voz: “¡No se mata así a un hombre en su casa, canallas!”. Fue lo último que dijo, Álvarez le respondió con un disparo de revólver, hiriéndolo de muerte en la boca. Para asegurarse, los conjurados lo atacaron con sus puñales, apartando a una de las hijas del General, que con su cuerpo pretendía defender a su padre tendido ya en el suelo. Cinco puñaladas le efectuaron.

La chusma que lo asesinó, envalentonados, se abalanzaron sobre las joyas y objetos de valor que había en la casa. Luego, aprovechándose de la situación,  incluso se hizo servir la cena en el comedor del Palacio. Justamente él, que había conocido la generosidad del General y que en otra ocasión “no se hubiese atrevido ni siquiera a comer las sobras del plato de Urquiza”, como afirma Rogelio Alaniz en una crónica muy interesante sobre el tema.

Al mismo tiempo, eran asesinados en Concordia Justo y Waldino Urquiza, hijos del General. López Jordán intentó hacer pasar como una revolución lo que había sido simplemente un cobarde asesinato. Se hizo elegir Gobernador de Entre Ríos por la Legislatura provincial sin pérdida de tiempo. Pero tendría su recompensa: a Sarmiento, Presidente, no le tembló el pulso. Envió al Ejército al mando de Roca a restablecer el orden en la provincia y un siempre eficiente y juvenil Roca derrotaría a López Jordán en la batalla de Ñaembé.

López Jordán se exiliaría en Uruguay, luego de algunos avatares sería indultado y regresaría al país. Ya anciano una tarde cualquiera sería asesinado en una esquina de la ciudad de Buenos Aires por el hijo de un hombre al cual, supuestamente, habría mandado fusilar. 
Pero esas son otras historias.

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