No fue la convergencia hacia el centro, sino la tensión hacia los extremos lo que conformó dos bloques políticos de ambición mayoritaria en la elección presidencial.
Y es por ese motivo que la transición puede correr el riesgo de convertirse en gesticulación antes que en acuerdos para atenuar la profundidad de la crisis económica.
Los duelistas convinieron con buen criterio que el lunes posterior a los comicios no podía estar teñido de las incertidumbres del día después de las primarias. La imagen de un diálogo ordenado y el cepo cambiario ceñido al límite contribuyeron para eso.
Es que cuando se habla de transición se puede aludir a una amplia gama de opciones. Hasta el momento, sólo se observa la más restrictiva de esas alternativas. Una transición orientada a lo mínimo imprescindible para el traspaso ordenado del poder.
Las variables más urticantes no comenzaron a ordenarse por obra de consensos, sino por la inercia de lo impostergable: el drenaje de las reservas, el ajuste en el precio de los combustibles.
Todo indica que el gobierno entrante irá graduando sus demandas. Los primeros días de diciembre se agolparán en las puertas del Congreso: el nuevo presupuesto, el reperfilamiento de la deuda, cualquier eventual revisión del esquema de retenciones. ¿También la adecuación de la indexación jubilatoria para un congelamiento efectivo de precios y salarios?
El nuevo modelo de relación entre oficialismo y oposición está gestándose en estos días. La clave es cuánto de la retórica acuerdista se sostendrá cuando se operativicen los términos de la transición.
La tentación de gesticular seduce a todos. Con sólo entregar el bastón, el macrismo se posicionará como una oposición más racional, comparada con 2015. Sólo con respetar los plazos institucionales para el traspaso del poder, el peronismo inaugurará -para mejor- una versión menos predatoria de sí mismo.
En Diputados, Agustín Rossi ya trabaja con una agenda novedosa. No presidirá una bancada sino un interbloque. Espera contar con la ayuda siempre intrigante de Sergio Massa desde la presidencia de la Cámara. Massa ya se ocupó de desbaratar una avanzada de José Luis Gioja que pretendía esa posición.
Anabel Fernández Sagasti aguarda la bendición de Cristina Fernández para liderar el bloque de senadores kirchneristas. Es una decisión dirimente para las aspiraciones de Carlos Caserio. Y del proto-albertismo en la Cámara Alta.
Marcos Peña consulta en estas horas a algunos politólogos afines sobre el nuevo desafío de Cambiemos: cómo transformar la coalición inórganica que impulsó la recuperación de Macri en una estructura de funcionamiento normado.
El radicalismo se ha lanzado a dos disputas simultáneas. Mario Negri aspira a conducir la oposición en Diputados. Sus allegados dicen que ya tiene 32 de los 47 votos radicales necesarios. Alfredo Cornejo también llega al Congreso con aspiración de liderazgo. Gerardo Morales permanece hiperactivo en Buenos Aires. Con una prórroga previsible de los plazos, la UCR deberá renovar sus autoridades en marzo del año entrante.
Elisa Carrió deja el Parlamento con un bloque propio ampliado. Maximiliano Ferraro lo conducirá. Pero es un dirigente que responde ciento por ciento a la fundadora de la Coalición Civica. Carrió seguirá presente.
La tensión soterrada que se observa en Diputados tiene una fundamentación aritmética. Las bancas quedaron distribuidas en dos agregados volátiles que suman el 90% de la Cámara. El 10% restante son 25 diputados que pueden volcar el fiel de la balanza. Allí están las cuatro bancas que responden a Juan Schiaretti.
Todos afilan sus armas para una transición de vuelo corto. Con la nueva composición del Congreso no habrá margen para derrumbar la Constitución vigente. No es para nada un dato menor. Pero al frustrarse una reforma de pretensión hegemónica, debería abrirse el espacio para otros acuerdos.
Esos consensos podrían explorarse para respaldar con una legitimidad amplia las reformas más complejas. Pero las primeras señales del nuevo oficialismo han sido otras. Más proclives a articular pactos con estructuras corporativas de larga trayectoria en el país.
El presidente electo priorizó en su agenda el sondeo de un acuerdo de precios y salarios. Y con los gobernadores, para equilibrar la endeblez del federalismo fiscal. Una empresa de la que desconfía siempre la provincia de Buenos Aires, ahora conducida por Axel Kicillof.
Esa otra tensión subyacente expresa una opción de hierro que se le presenta a Alberto Fernández.
Si decidiese innovar con cierta autonomía, le sería más propicio articular un acuerdo con Macri que le garantice mayorías estables. Al menos hasta la elección de medio término. Si se recuesta en la identidad con Cristina, a esos acuerdos deberá comprarlos en las corporaciones del país real.
En el improbable primer caso -Argentina, año cero- sería toda una novedad de la elección la mutua necesidad de los duelistas. En el segundo, el triunfo de la inercia que prosternó al país.
Cambiemos tuvo de inicio un diagnóstico adecuado de la crisis. Fracasó en la construcción política para superarla. El nuevo oficialismo ha demostrado eficiencia en la construcción de una alternativa.
Todas las dudas se centran en la certeza de su diagnóstico.