Abrimos el diccionario de la RAE y vemos que "Música" tiene, al menos, diez acepciones distintas. Las tres más cabales dicen: "Melodía, ritmo y armonía, combinados", "Sucesión de sonidos modulados para recrear el oído" y "Arte de combinar los sonidos de la voz humana o de los instrumentos, o de unos y otros a la vez, de suerte que produzcan deleite, conmoviendo la sensibilidad, ya sea alegre, ya tristemente".
Todos esos significados son cortos. Fracasan en conceptualizar la más abstractas de las artes. Porque la música, sabemos, es una abstracción. La música, que antiguamente (se creía) venía directamente desde las musas, y que nació aparentemente de un espasmo de deleite corporal junto a la danza y la poesía al mismo tiempo, es mucho más que su propia emanación de ondas sonoras. Es decir, la música es mucho más que su propia materia.
Porque la música supone también sus formas de producción y de consumo, las creencias que históricamente se organizaron alrededor de ella, e incluso la gente que la escucha: en un CD, en Spotify, en una sala de concierto o en medio de un pogo. La música no es solo sonidos, sino un fenómeno social.
Por eso es que los hechos más relevantes que cambiaron la historia de la música no solo pueden encontrarse en aquellos gestos que torcieron los sonidos. Como hicieron Wagner, Stravinsky, Schönberg, el jazz o Los Beatles. Las vanguardias, en la primera mitad del siglo pasado, fueron desarmando capa por capa la música conocida, hasta que se llegó a la última deconstrucción posible. O a un callejón sin salida, piensan algunos, que es la Música Contemporánea.
Pero a finales del siglo pasado, cuando el posmodernismo empezó a releer el pasado, se hizo evidente otra historia.
En esa línea, los pasos más arriesgados y transgresores no se habían dado en grandes teatros, entre abucheos y gritos desgarrados. A veces se tramaron en la intimidad de una pieza sucia llena de paraguas, o en una casa anónima en el inmenso Distrito Federal de México. Aquí, un repaso por los compositores que llegaron a la última frontera de la música.
I. Para no ser escuchada
El excéntrico francés. El coleccionista de paraguas, el que siempre se vestía igual, el que satirizó la disciplina con piezas imposibles como las "Vejaciones" (donde el pianista tenía que interpretar una simple melodía 840 veces), también fue el primero en cuestionar a esta expresión en su propia esencia. Erik Satie (1866 - 1925) fue el primero en escribir música que, para considerarse como tal, no tenía que ser escuchada.
¿Suela ilógico? Pues no tanto. La llamada "Música de mobiliario" es el antecedente de la música de decoración de aeropuertos y salas de espera, de supermercados y de otros tantos "no lugares". Música para rellenar el silencio. Y Satie la pensó mucho antes de la globalización, agreguemos.
La pensó como piezas que tenían que incorporarse al ambiente, como si ocupasen la función “de la luz, el calor y la comodidad” (así se lo explicaba en una carta a su amigo Jean Cocteau).
Tan en serio se tomaba esta música decorativa que, según dicen muchos, cierta ocasión se enojó en un salón, cuando algunos invitados se detuvieron a escuchar su piano atentamente.
II. Imposible de ejecutar
Desde la capital mexicana, Conlon Nancarrow (1912 - 1997) pensó algunas de las músicas más fascinantes del siglo. Lo hizo en plena soledad y, dicen, tardaba meses en crear pocos minutos de composiciones.
Tal era el esfuerzo técnico que implicaba fabricar (componer) los rollos para pianolas.
Sus estudios para pianola, ese extraño antecedente de la música grabada que tuvo un auge y una caída bastante rápida en la historia, son fascinantes, vertiginosos, selváticos, con capas de sonidos tan abundantes y apabullantes como un brote febril, una incontención de notas caóticas y ancladas al mismo tiempo en ritmos populares, llevados a límites imposibles.
La música de Nancarrow es paradójica, porque sus estudios fueron escritos para un medio mecánico; es decir, son imposibles de interpretar por algún humano. Ni alguien con varias manos podría hacerlo, porque no solo hay profusión de notas, sino también tiempos tan rápidos y notas tan cortas y precisas que solo una máquina muy calibrada podría ejecutarlas.
Ignorado, olvidado y luego reivindicado en la vejez, Nancarrow fue admirado por John Cage, gran amigo suyo, y siguiente personaje en esta lista.
III. La que se desafía a sí misma
Es conocida la anécdota del estreno de "4'33"", un día de 1952 en Woodstock (Nueva York). Es conocido que la audiencia, mientras duraba la pieza, se levantaba y dejaba el auditorio, ofendidísima.
John Cage (1912 –1992), al componer "4'33"", esa pieza concebida para que un hombre se sentara frente al piano y, durante cuatro minutos y treinta y tres segundos, no tocara nada, pateó el tablero de todo lo conocido. Hincó una crítica, y fue tan feroz que se ganó el odio de muchos contemporáneos.
Cage fue, en ese alarde irreverente de conceptualismo, el destructor de todo lo que se conocía como música hasta el momento: cuestionó la situación de expectación (hombres y mujeres que pagan por oír algo), cuestionó la reproductibilidad ("4'33"", con su silencio incómodo y eterno, no puede ser grabado), cuestionó la ejecución misma ("4'33"", estrictamente, puede ser interpretado por cualquier instrumento, o por ninguno) y, básicamente, cuestionó al gran dios de la música occidental desde el Romanticismo al presente, pasando por los ídolos del rock y del pop.
Cuestionó a ese ente absoluto que ni los compositores vanguardistas se habían animado a tocar: el autor.
Porque “4’33”” es una obra creada por ningún hombre o por todos los hombres. Es, en esa simpleza y poca pretensión, un golpe a la idea de genio que hace arte. No hay huellas allí de ninguna poética, ni estilemas, ni se necesitan derechos de autor para interpretarla. “4’33””, con ese silencio que se llena con los sonidos de cada uno (la corriente de la sangre, la respiración, el latido del corazón y la percepción puramente individual del ambiente desde una butaca o un sillón) es una obra que componemos todos al momento de ser escuchada.
Esa última frontera, la obra ideal creada por nadie, es el último punto.
IV. La música de nadie
La Inteligencia Artificial llega a cada ámbito de nuestra vida. Se infiltra, sigilosa. Eventualmente, es una tecnología que actúa más rápido que nuestra capacidad de comprenderla. La tecnología, y su máxima expresión, la IA, corre más rápido que nosotros mismos. Somos, en ese bache, analfabetos tecnológicos.
Y la IA, que reconoce nuestros gustos y nuestras caras en Facebook, ya ha ido a ocupar ese lugar que creíamos sagrado; ese lugar que, tradicionalmente, creíamos que era el producto más puro del Espíritu: el Arte.
Y así pues, la IA también compone música. Deep Bach, por ejemplo, es un software ideado por el Sony Computer Science Laboratory de París, que ha aprendido a componer como el compositor alemán. Lo alimentaron con 352 corales auténticos, los que luego se tranpusieron a otras tonalidades dentro de un rango vocal definido, obteniendo así 2.503 corales. Así, sus redes neuronales se enriquecieron, se entrenaron y, ahora, pueden crear a partir de ella nuevas piezas. Nuevas melodías y nuevos ejercicios armónicos.
Hay otros programas similares, que se dedican a componer música para cine (se ahorran de pagarle a un compositor por ello) y “música de mobiliario” (para salas de espera).
Cierto: faltan espesores, conceptos, sutilezas, e incluso el alma del "rubato", que es la presencia de la sensibilidad humana, agregando eso que la partitura no dice. Pero el paso ya está dado: la música ya no es patrimonio del ser humano. Esa independización quizás sea el primer paso de una nueva era, la frontera en la que la música del siglo XX se había quedado.