Los gallos han acompañado a Celina. Los tuvo en su granja tucumana de Famaillá, y ahora en su casita del barrio Samoré, en Merlo (Buenos Aires).
Pero ese canto agudo llega cada vez más débil a sus oídos. Lo mismo ocurre con los colores, los rostros de sus hijos, los olores. De a poco, todo se desvanece mientras ella se achica. Sus manos se retuercen, sus pies se contraen, aunque todavía mantiene cabellos negros, que se mezclan con los grises. Ya no camina, casi no abre la boca hundida, que aprieta mucho cuando le viene el hambre.
Pero dicen que su corazón es el de una muchacha. Lo dijo un doctor y su hija Irma lo repite emocionada, con los ojos todos mojados y una sonrisa de gracias. Celina es un secreto perdido en el conurbano profundo: su documento dice que el 15 de febrero va a cumplir 119 años, lo que le daría el título de persona más vieja del mundo. Y así lo dicen los registros que hay en el país.
La casa de Celina Del Carmen Olea no tiene número, porque está en el medio de una manzana marcada por pasillos de alambres y montañas de basura. Allí vive con Alberto, su hijo menor. Alberto es analfabeto como su mamá, que tuvo otros 11 hijos.
A algunos, los que pudo, Celina los mandó a la escuela. Se despertaba con los gallos, hacía el pochoclo, se los metía a los nenes en los bolsillos de los guardapolvos y les daba un empujón para que desandaran solos el camino hacia las aulas. Ella se quedaba trabajando en el campo, el mismo en el que nació, en febrero de 1897.
Todos sus hijos nacieron ahí mismo también. Fueron saliendo de su cuerpo con la única ayuda de su marido, José Inocencio Segovia. Alberto dice que él sí nació en un hospital, que fue el único.
Le da cierta vergüenza mostrarlo, pero en su brazo izquierdo tiene un tatuaje que dice “MAMA”, y tiene una corona sobre las letras. Es su reina, imposible de destronar. Alberto es soltero y quien cuida a su madre. “Conmigo habla, claro que sí. Habla de sus hermanos, mi papá, otros hijos. Todos muertos”.
Se le murieron 7 de los 12 hijos. Dos de meningitis cuando eran muy chiquitos. El hospital estaba muy lejos en Famaillá. A otros logró salvarlos llevándolos ella misma a caballo todos esos kilómetros. Celina también crió más hijos de los que tuvo su cuerpo. Como Gladys, que tenía cuatro días cuando su mamá se la dejó a Celina, que entonces ya tenía 70 años.
Gladys la adora. Vive a la vuelta y se la quiso llevar varias veces a su casa, pero Celina no quiere moverse de su lugar, ya no. “Lo mejor de esta mujer es cómo nos crió, el amor que nos dio. Las sopas que hacía. Las mazamorras también”.
Fue a fines de los ‘60 que se fueron a probar suerte a Buenos Aires. José murió enseguida.
No hay manera de sacar la cuenta de los nietos, bisnietos, tataranietos y choznos que hoy tiene Celina. La última fiesta fue cuando cumplió los 115 y ya eran montones. Muchos la visitan, otros no tanto.
Celina vive casi en la pobreza. Cobra una pensión de 2.700 pesos. Dicen que se la dio Raúl Alfonsín, el último presidente que votó.
Hasta un par de años atrás caminaba y se hacía su sopa. Ahora pasa de la cama a la silla de ruedas. Celina no toma medicamentos, no los necesita.
Sólo deben ponerle una crema por sus quistes en la piel. Nunca fumó, pero tampoco comió demasiado bien ni tuvo obra social. Sus armas fueron el trabajo constante, el ir caminando a todos lados y el amor, siempre el amor.